La niña del cerro
Camila Abarca Ubilla sigue viviendo en el mismo pasaje donde estaba cuando comenzó el aluvión de marzo del 2015. Ella y su hija, Yovhanela Francisca Gattica Abarca protagonizaron una de las historias más difundidas durante esta catástrofe, al parirla en el cerro La Cruz, donde habían escapado junto a su familia. Para conocer los detalles, llegué a su pasaje, uno de tantos con nombres de la geografía local, y cuando me acerco al sector, que alguna vez recorrí cuando estaba destrozado por el barro veo que ha mejorado bastante. Dos señoras conversan en una esquina, me preguntan qué dirección busco al ver mis pasos erráticos en una dirección y luego otra, les digo y me interrogan que si busco a Camila, les respondo que sí, me indican la casa. Golpeo y no sale nadie. Grito con idéntico resultado. Las señoras van a buscarla, donde su mamá, unos metros más allá.
El sector es de casas de dos pisos, bajo un sol inclemente, no se ven
árboles en las veredas ni en los antejardines.
Tampoco a simple vista se ven muchas plantas. Son viviendas modestas, y
a pesar de que hay paro del sector educacional por esos días tampoco se
observan niños jugando en los pasajes. Tal vez las madres tratan de que no
tomen tanto sol, pienso. Después las señoras me responden que los niños ya no
salen mucho a la calle, por los peligros, por el tránsito, porque tienen
celulares e internet que les resultan más divertidos que un juego a la pelota o
a la escondida en algún pasaje.
Llega Camila, se ve joven, sonriente, con su hija en los brazos, falda
larga, y me invita a pasar a su casa.
Conozco a Yovhanela. Es inquieta, curiosa, quiere registrar mi cartera,
jugar con el estuche de los lentes, le muestro un pequeño peluche de orangután
con el que se distrae unos minutos, se sube a los brazos de su madre y luego
huye, siempre tratando de subir la escalera que está bloqueada pero que ella
logra sortear así que en ese punto detenemos la grabación para ir en su
búsqueda. En varios.
—¿No le pusiste Esperanza? Habían dicho que así sería.
—Es que ella ya tenía su nombre.
Me comienza a contar como empezó todo. Ella vivía en la casa de su
mamá.
—Habíamos ido a mirar la defensa de Paipote, como corría el agua. Fue
el 25. Habíamos ido con mi marido, con mi papá, nosotros decíamos pobrecita esa
gente ya no se le ven las casas. Yo me había ido a acostar, con mi hijo, estaba
muy cansada, estábamos con mi mamá, llegó mi papá corriendo y me dice ‘hija,
despierta que se viene el río’.’Papá, déjame de molestar, déjame dormir’ le
dije, y en eso siento que llega el agua la casa. Abrió la puerta. Entró con
mucha fuerza. Dejé a mi hijo sentado en el sillón y el sillón se levantó, mi hermana
lo tomó y se lo llevó para arriba, yo me quedé ayudándole a mi papá a tapar
para que no siguiera metiéndose el agua.
Camila vivía en el primer piso, en una pieza que habían construido
ampliando la casa hacia el patio, donde tenía todas las cosas de su guagüa.
—Yo perdí todas las cosas. Tenía lo que le habían regalado a la Yovhanela
del baby shower. Su
cuna, todo.
El agua y el barro ganaron esa batalla, así que no les quedó más que
refugiarse en el segundo piso. Estuvieron allí muchas horas, tantas que para
Camila fue difícil contarlas. En la tarde, sintieron que paró un poco el caudal
del río que ahora corría por su casa, su
pasaje y todo el sector, momento en que también llegaron los suegros de Camila,
después de haber dejado a salvo a uno de sus hijos donde un familiar. Eran
cerca de las cinco de la tarde.
—Llegaron y nos ayudaron a salir, porque nosotros estábamos encerrados
en la casa. Nos fuimos al cerro, subimos con las cosas, nos llevamos lo que más
pudimos porque yo tengo un hijo que ahora tiene cuatro años y era chiquitito en
ese momento, para poderlo abrigar.
Iban subiendo lentamente, pasando por entre piedras, barro, agua,
mojados, sucios, tratando de esquivar los peligros del camino cuando llegaron
al faldeo del cerro y el suegro de Camila le dijo:
—Niña, no se te vaya a ocurrir ponerte a parir acá en el cerro.
El cerro La Cruz de Paipote no es difícil de subir, sus faldeos son
suaves, pero en ese momento producto de la lluvia ofrecía un mayor peligro.
Tiene varias planicies que permiten ubicarse aunque no ofrece una gran
protección del frío y el viento, que abunda en el sector. Desde allí se podía
ver uno de los puntos de desborde de la quebrada de Paipote, donde comienza
Llanos de Ollantay como también el estropicio en el sector circundante a la
quebrada, lo que después se llamó zona cero.
—Estábamos desesperados, porque mirábamos para abajo y seguía pasando
el ruido, y sonaban las piedras, aparte que verlo y no saber si esto iba a
subir más, o no, o qué iba pasar, no sabíamos nada, era mucha la desesperación
que teníamos arriba en el cerro –recuerda Camila sobre esos angustiantes
momentos.
Estaba anocheciendo, así que armaron
la carpa que llevaban y se acostaron dispuestos a dormir.
—Estábamos todos amontonados durmiendo en la carpa –describe Camila.
Pero ella no podía conciliar el sueño, un dolor de espalda se lo impedía, o tal
vez eran los nervios, pensaba.
—Me voy a levantar porque me duele mucho la espalda, le dije a mi
marido, yo no asimilé que eran contracciones, pensaba que tenía un dolor del
espalda, nada más – me cuenta e instantáneamente se ríe- Mi papá estaba afuera, había un niño en una
camioneta y él le pidió que si me podía acostar ahí porque estaba embarazada. Le
dijo que sí. Me acosté y me empezó a doler más fuerte la espalda, yo lo
asimilaba con el cansancio, como un dolor no más, el niño me preguntaba que qué
me había pasado, yo que nada, que tenía un dolor. Después llegó mi papá, me
sirvió una taza de té y empezaron las contracciones más fuertes. El niño bajó a
buscar una persona, don Pedro, lo llevó, él me revisó, y me dijo a ti todavía
te falta para dar a luz. Eran como la una o dos de la mañana. El él es
paramédico, trabaja la Clínica Atacama.
El diagnóstico fue que al amanecer tendría la guagua, siete u ocho de
la mañana.
Pero las contracciones eran cada vez más fuertes.
— El niño me miraba no más y yo me afirmaba. Yo me quedé tranquila.
Nunca se me pasó por la mente que va a tener a la Yovhanka en el cerro. No
estábamos en buenas condiciones para tenerla ahí, no había nada.
A su alrededor ya se había corrido la voz que una mujer estaba a punto
de dar a luz, vía celulares llamaban a las autoridades, a las radios que
transmitían ininterrumpidamente, al hospital, en busca de ayuda. Se sabía que
habían llegado helicópteros a la zona y como Camila era optimista pensaba que
uno de ellos vendría a buscarla para dar a luz en el hospital. Eran como las
cuatro y media de la mañana cuando las contracciones de Camila motivaron al
joven a volver a ir en buscar de Don Pedro. Él llegó, por suerte ya no llovía,
y volvió a examinarla.
—Ya estás en trabajo de parto — le dijo.
Inmediatamente los celulares volvieron a llamar, una conexión que
escuchaban hasta que la entonces Seremi de Salud, Brunilda González y matrona
de profesión, tomó la llamada que le pusieron al paramédico, y comenzó a darle
indicaciones de lo que tenía que ir haciendo.
El escuchaba e iba haciendo lo que le decía. Pedro había atendido partos como
ayudante.
—Tú tienes que estar tranquila –era lo que repetía el paramédico a
Camila.
Mandó a calentar agua, otros fueron a buscar
cosas, géneros, ropa. Llegó una amiga de
Camila, Clare, también paramédico pero del hospital, con
ropa para la bebé, y pañales. Tenían todo preparado hasta que
llegó el momento que ella nació.
—Cuando estaba naciendo yo tenía nervios, porque a uno le
hacen un tajito cuando tiene su primer hijo, él me decía que tenía que tener
cuidado con que nos se abriera porque no teníamos nada para cocerme. Ése
era un peligro. No estaban las condiciones para que ella naciera.
Yovhanela vio el mundo a las cinco dieciocho de la madrugada. Aún no
amanecía. Se escuchó un grito de alegría en todo el cerro, y en el del lado y
el de más allá, todos ellos llenos de gente que huía del barro, varios de ellos
con sus viviendas perdidas o imposibles de habitar. Camila seguía
preocupada. Veía que la ropa le nadaba a su pequeña, y trataba de
abrigarla con su cuerpo. Esperaba que llegaran luego los helicópteros a sacarla
de allí.
—Al final dijeron que habían mandado helicópteros, pero no
llegó ninguno, nunca. Llegó al otro día. –me cuenta Camila.
—¿Has hablado con Don Pedro? –le pregunto.
—Sí, cuando la ve a ella, la abraza, le da besos –me responde Camila—. Tuve que esperar ahí hasta que llegó el helicóptero, a la una o dos de la tarde. Bajó en el regimiento, nos llevaron en un camión al Hospital, ahí yo iba afirmada porque con la guagua, la bolsa y el dolor que tenía… En el hospital me subieron en silla de ruedas para arriba. El hospital estaba lleno de agua, barro, cómo se habían tapado los alcantarillados y salido todo eso. Ahí me quedé, me iban a dar el alta altiro pero tenían que revisarla a ella, salió limpiecita, no la tuvieron que lavar. Al otro día la bañaron, en la mañana, y me dieron el alta a mí y no se lo querían dar a ella, igual me la pasaron para que me la trajera y después el día lunes tenía control, para ver cómo estaba.
Camila se fue unos días a casa de unos familiares de su marido,
pensando en proteger a Yovhanela del frío, el viento y toda la contaminación que abundaba en
el sector. Pero fueron pocos días.
—Después me vine para acá porque tenía que ver mis cosas, como habían quedado, si podía recuperar los recuerdos, las fotos, al menos algo. De todo lo que había de ella no pude salvar nada. Ella tenía su cajoncito, se perdió con todas sus cosas.
Yovhanela ocupó portadas y titulares de diarios y noticieros y se
transformó en una especie de mito, algo positivo dentro de tanta catástrofe.
Cuando un medio de comunicación la descubrió durmiendo en el
cerro con su bebita, hubo críticas al gobierno y también una
campaña de solidaridad. Le pregunto si recibió mucha ayuda.
—De la gente particular que venía al cerro, sí. Personas que
venían de otro lado, la ayudaron mucho. Le llevaban
ropita, también gente de la población, de Paipote. Unos
carabineros llegaron cuando yo la tuve, venían de Rahue, con
un regalito que le había mandado la gente. Gente particular nos ayudó harto.
Afortunadamente tuvo leche para darle y en abundancia, hasta los seis meses. Así que los días que continuó viviendo en el cerro, durmiendo en la carpa, al menos no tuvo que preocuparse de cómo sacar agua, esterilizarla y lograr que sus mamaderas se mantuvieran limpias. Con más tranquilidad, hoy ve que era probable que el parto ocurriera en el cerro.
—¿Cómo te estás reponiendo de todo eso que pasaste? Veo que ahora tienes casa.
—No es mía, estoy arrendando. Tratando de que sea mía con un
subsidio. De a poquito uno se va recuperando, con la familia, los mismos
vecinos se ayudan entre todos, de a poquito uno va saliendo adelante,
si al final yo perdí todo y tuve que empezar como de cero, comprar
todo, camas, ropa. En ese momento despidieron a mi marido del trabajo, por el
barro él no podía ir a trabajar, y tenía que ayudarme a
mí, él trabajaba en un taller mecánico, cerca de Tierra
Amarilla. Igual allí lo ayudaron en algunas cosas.
—¿Qué sacaste de lección de todo esto que pasó?
—Que hay que disfrutar a la familia, porque no nunca se sabe
cuándo va a pasar algo así, demostrar más el cariño.
—Y a ella, ¿Cómo le vas a contar la historia?
—Todos le dicen, ándate de acá a dónde vives tú, ándate a la
punta del cerro –me responde riéndose, y Yovhanca sigue en lo suyo, dando vueltas,
subiendo a los brazos de su madre, bajando, caminando y riendo. Nos mira,
pero aún no comprende tantas palabras a su alrededor y que hemos
estado hablando también de ella todo este rato.
—No sé cómo contarle. Tú buscas en google y sale todo. Pones el nombre de ella y aparece como la
niña del cerro –me dice Camila.