viernes, 25 de septiembre de 2020

Me publicaron en el medio argentino Escritura Crónica




Puedes leerlo aquí: https://escrituracronica.com/

La historia es así: cursé un taller de periodismo narrativo con Agustina Grasso, y el resultado fue esta crónica sobre Luzmira Ponce, una mujer que desafió las convenciones de su época, incluida la de no ingresar a las minas y llegó a dirigirlas. Además es mi abuela. Así que fue un trabajo intenso emocionalmente también, donde me interrogué qué hay de ella en mí. No les cuento más, para que les despierte la curiosidad y se animen a leerla.

https://escrituracronica.com/luzmira-ponce-una-mujer-de-las-minas-de-chile/

También hicimos un vivo en instagram, que pueden revisar en el sitio @escrituracronica



domingo, 20 de septiembre de 2020

18 en pandemia


Es 18 de septiembre. En realidad 19, para ser más exacta. Es que estos días celebramos las fiestas patrias y uno generaliza con lo del 18. Estar “endiciochado”, se dice, por ejemplo, de quien se ha dedicado a asados, empanadas o bebidas alcohólicas abundantes en este período en que casi nadie trabaja en Chile porque estas fechas se transforman en unas pequeñas vacaciones, propiciado por las escuelas y universidades y variados tipos de empresas que cierran sus habituales cortinas hasta por una semana entera los más patriotas.

Pero este año es distinto porque estamos en pandemia.

En los tiempos de normalidad, caminar en estas fechas por las calles de mi ciudad era escuchar cumbias, alguna que otra cueca, reguetón, trap, oler el humo proveniente de las parrillas con sus respectivas carnes asadas. No exagero. Puede faltar la música, pero el humo acusaba casa tras casas que es hora de fiesta, de reuniones de amigos, amigas, familiares en torno a la parrilla. En las poblaciones y en los barrios de clase media es así, aunque ignoro cómo ocurre en las clases acomodadas, parece que los de allá no viven en Copiapó. Esos hace siglos que se marcharon.

La gente acudía a las ramadas, improvisados negocios que armaban con palos, planchas de maderas o latas sobre el principal parque de Copiapó, donde vendían cazuelas de ave, costillar asado, fierritos y carne a las brasas, además de algún puesto Colla donde el cabrito hecho a la usanza de la cordillera y el cordero siempre destacaba. Desde allí esparcieron como un virus sus churrascas -especie de pan plano hecho a la parrilla con fuego suave- que se volvieron infaltables en todo paseo público, fuente de sustento de mujeres que las venden en algún parque, plaza o recodo del camino.

Ahora el parque está cerrado y en remodelación.

Recuerdo el año pasado. Fuimos en familia a encontrarnos con otros familiares. Caminamos entre la gente, en medio de un poco de polvo que no alcanzó a molestarme. Tomamos un terremoto, en vaso bien grande, de medio litro y con vino dulce de la viña Fajardo, ese es mi favorito, con granadina y unas cuatro bolitas de helado de piña. De la misma viña ubicada unos callejones de distancia de nuestra casa, que nos abastece cada 18. Para mi hija, ofrecían reemplazando el vino con bebida gaseosa.  La variedad de este tipo de tragos es amplia, agregándole otros licores de mayor graduación, que le han dado fama de “pillador”, claro y eso que los chilenos estamos acostumbrados a los movimientos sísmicos. Un terremoto no nos hace perder el sentido.

Ese 18 el espectáculo comenzó temprano. Pude ver a los Walitrokes, conjunto local, sonaba bien esa combinación de rock con percusiones, brass y bases andinas. Más tarde, después de unas churrascas, conversa, saludos con tanta gente que te ibas encontrando, abrazos incluidos, nos situamos en un lugar lo más cerca posible del escenario, pero no había mucho espacio. Parecía que toda la ciudad estaba allí. Tanto que cerraron las puertas. Entonces aparecieron Los Jaivas, ese increíble grupo que lleva más de cuarenta años mezclando la guitarra eléctrica con los ritmos nortinos, cantando alturas de Machu Pichu, el poema de Pablo Neruda, como un himno, como ese Todos juntos que en ese minuto tomaba más sentido, mientras un ahora más amigo, de pronto mi vecino en el menos de metro cuadrado que compartíamos me ofrecía de lo que tenía, un vaso con terremoto, cerveza o piscola, ya no recuerdo. Yo me dejaba llevar por la música, por la batería de Juanita Parra, por la nostalgia ante la ausencia del Gato Alquinta en las notas más altas, un tanto apretada en esa marea amistosa cantando “amor se nos va la vida” como si de verdad se me fuera la vida en cantar con ellos.


Como casi siempre, terminé muy cerca del escenario. Recuerdo que me sentí privilegiada de estar allí en ese momento, contenta, en el final de esa fiesta colectiva llamada dieciocho. Hoy lo recuerdo desde mi casa, en familia, sin todos esos amigos, amigas, conocidos, rostros queridos circulando. Me pregunto si volveré a tener momentos como ése. Con tanta compañía. De formar parte de una masa.

No puedo quejarme, ha habido asados en casa, terremotos, hasta un encuentro vía zoom con los amigos del taller literario y video llamadas con familiares y amigos más cercanos. He disfrutado del relajo y de una natural alegría, a pesar de que brindamos por quien ya no está con nosotros. Sobrevivimos en medio de este escenario en que la incertidumbre se ha vuelto más presente cuando es mejor no pensar, no proyectar, concentrarte en cada día y respirar porque estamos vivos, con trabajo, alimentos, bastante sanos. Aunque no sepamos como será el próximo dieciocho. Sólo espero que haya alegría y suficientes terremotos.



Gracias a las bellas fotos de ese recital de Javier Altamirano.


viernes, 24 de abril de 2020

Cultura Online


Trabajo en una fundación cultural que ha tenido que adecuarse a los tiempos que corren, mucho más de lo que jamás habíamos imaginado. Durante octubre en adelante tiramos abajo toda la cartelera -difícil de ejecutar en ese escenario por cierto-  y transformamos la programación  para participar en marchas, asambleas, cabildos y actividades de resistencia. También algunas de contención, ya que no eran tiempos fáciles y las emociones y sobresaltos también abundaron.
Fue poner nuestro trabajo a disposición, como sentíamos que éramos más útiles, en un proceso donde muchos otros artistas actuaron así desde sus diversos espacios. Con esto quiero decir que no fuimos los únicos que nos organizamos para hacer una acción de arte en medio de una marcha y que muchas veces nos unimos con otros artistas y colectivos trabajando juntos. Fue una reacción de muchos de este ámbito.
En marzo estábamos partiendo el año con bastante optimismo, algunos proyectos adjudicados que hacía prometedor el 2020 y como siempre, aún faltaba recursos para completar algunas de las actividades, pero eso es parte de nuestro panorama cotidiano. Hasta que nos llegó la peste llamada coronavirus, con la suspensión de clases, luego cuarentenas y todo lo que hemos visto, incluyendo la instrucción desde el Ministerio de las Culturas de paralizar todo proyecto Fondart, cuando partíamos con dos. Además, dos de nuestros programas se llevan a cabo en escuelas y liceos. Todo lo demás consistía en hacer funciones o actividades donde las personas asistían a un lugar. En resumen, todo paralizado. Al menos como lo conocíamos hasta entonces.
Hicimos una reunión de emergencia y decidimos trabajar en lo planificado para los próximos meses. Y pedir permiso al Ministerio de las Culturas para empezar con los talleres -proyecto Fondart- en abril, vía online. Entre medio sabíamos que en el mundo de los artistas esto venía como una bomba, ya que algunos vivían de los talleres por los que cobraban, de los que hacían en establecimientos educacionales, proyectos fondarts paralizados o locales en las mismas condiciones.
El espíritu artístico o inquieto nos llevó a mantenernos en actividad constante en nuestras redes sociales y nos sumamos al verdadero estallido de liberación de contenidos que entonces ocurrió: libros, películas, obras de teatro, museos, documentales y luego tímidamente clases abiertas y charlas que comenzaron a hacer artistas y centros culturales. Fue un poner a disposición lo que teníamos con el ánimo de contribuir a que las personas se quedaran en casa y tuvieran más alternativas de ocupación del tiempo.
Ahora, que el mundo es plano como dice Caparrós aludiendo a que lo vemos desde nuestras pantallas de celulares, tablets o computadores, desde la Fundación Proyecto Ser Humano partimos con las  clases online en diversos formatos, de acuerdo a las posibilidades de los talleristas, tanto de conexión como de grabación así como las necesidades de la disciplina que imparten. Estamos aprendiendo y está resultando. Es alentador ver a la gente inscribiéndose en un formulario online, reproduciendo videos, reclamando porque no les ha llegado el enlace para la clase vía zoom.
Probablemente cometeremos errores o posteriormente se encontrarán otras formas de utilizar mejor estos formatos para la cultura y las artes pero por mientras el virus fue un empujón que nos está llevando de lleno al siglo XXI. A buscar nuevos públicos, nuevas formas de hacer y probablemente nuevas prácticas. Antes usábamos las redes sociales para invitar a las actividades, para reunirnos, para encontrarnos, es decir lo que conocíamos como encontrarnos es decir trasladar nuestros cuerpos a un mismo lugar físico. Ahora nuestros cuerpos se quedan en casa, como una forma de protegerlos ante el virus mientras gracias a internet y una serie de dispositivos nos juntamos a la distancia, nos encontramos en nuestras imágenes, nuestras voces, pensamientos. Todo eso, menos la materialidad de tocarnos. 
Ahora desde el gobierno empiezan a hablar de asumir una nueva normalidad, que parece querer decir aprender a circular con la amenaza de la pandemia, con muchos nuevos cuidados, mascarilla permanente, distanciamiento social lo que probablemente hará imposible o indeseable juntarnos en un teatro, en un taller presencial o en un evento durante bastante tiempo. Pienso que la seguridad volverá recién cuando exista una vacuna. Entonces los desafíos serán como sostener esta actividad para quienes son trabajadores del mundo de la cultura y las artes, para que podamos seguir solventándonos en este nuevo escenario en el que estamos. Porque hay cambios que no tienen vuelta atrás.

lunes, 6 de abril de 2020

El virus sigue ahí



Levantarse es tan distinto desde que entramos en cuarentena. Cada día me despierto y el no salir, hace que los días sean tan parecidos. Algo está quieto, amenazante, allá afuera, sólo que falta la música de fondo, la misma que en las películas de terror te avisa que ya viene. Pero no viene. O parece que no. Sólo al medio día, cada día, el Ministro de Salud cuenta los contagiados, los muertos, los recuperados.
Al quedarme en casa, entendí que mi labor como periodista era pasar a modo online, traspasando las tareas de la fundación cultural en la que trabajo a los sitios institucionales y redes sociales que poseemos, al mismo tiempo que difundimos medidas de prevención e información útil para este escenario. Y me hice rutinas para funcionar, señales de ruta para no perderme en la sensación de que algo de esto no es tan real como cuando salíamos a la calle. Una de ellas es leer muchos medios de comunicación, primero de la zona, después los nacionales, luego España para volver a aquellos que tratan en forma más global a Latinoamérica. Dejo los columnistas y pensadores para la tarde o la noche, es decir mi tiempo libre. Rara vez prendo el noticiero en la televisión en la noche, porque ya quiero descansar. Es que las noticias son bastante malas por estos días.
He visto charlas y leído presentaciones respecto a cómo contribuir desde las comunicaciones a este período en el que no tenemos referencias, más que las de Shakeaspeare encerrado escribiendo durante una peste, la de “La máscara de la muerte roja” escrita por Poe seguramente de oídas, pero en este siglo o en el pasado no habíamos escuchado relatos de nuestros padres o abuelos de que por un virus la única solución fuera quedarse en casa y tantos al mismo tiempo. Encerrados. Semiparalizadas las ciudades y el comercio. Aunque en Copiapó, según me dicen, todavía hay porfiados que caminan por los parques, la plaza y comercios no indispensables que abren. Mi vecina trabaja en una multitienda en pleno centro de la ciudad para una empresa de telefonía celular y me cuenta desde la reja que los fines de semana está lleno. No sé por qué ese retail está abierto, si los malls y centros comerciales están todos cerrados. Será porque la cuarentena no es obligatoria, después que el decreto municipal fue desacreditado por la contraloría argumentando que en época de catástrofe sólo el jefe de zona -militar por cierto- puede tomar esa decisión. El toque de queda sí lo es.
No tenemos experiencia en esto de estar encerrados. Y sólo en las miles de películas distópicas o en aquellas que advertían de alguna catástrofe tipo apocalipsis zombi o plaga habíamos visto algo así. Cuando nuestra normalidad se detiene abruptamente. Queremos aferrarnos a algo, que nos recuerde ese antes y ahí está internet y sus múltiples opciones, que ya practicábamos pero ahora es diferente. Seguimos viviendo socialmente a través de las redes sociales. También usamos el celular para llamar a los más queridos, saber cómo están, acompañarnos. En la oficina hacemos reuniones virtuales. Mi hijo tiene clases de la universidad a través de una plataforma donde el profesor pasa lista mirando la pantalla. Mi hija extraña las visitas de las amigas y las salidas al mall, pero por lo demás en su pieza tiene su centro de operaciones con su smartphone, usando pantallas o chat, habla con sus amigas y amigos, a veces grupalmente, juega de vez en cuando en el computador familiar, mira y aprende con una habilidad que a mí me admira, bailes en tiktok pero sin nunca publicar uno propio. Si sus profesores fueran más avezados en la tecnología, sin dificultad seguiría clases virtuales, pero sólo ha recibido guías a responder. Para ella, lo online es parte de su vida.
Recuerdo que me llamaba mucho la atención como se saludaban con las amigas al encontrarse durante el verano. Con un beso en la mejilla, a veces un abrazo, expresión de alegría en la cara y seguían de largo. En mis tiempos de juventud -y aún hoy- los amigos y amigas parábamos un buen rato a conversar, preguntar que ha sido del otro. Pero en su generación sólo se miran, se rozan brevemente y siguen de largo porque la conversación la dejan para el whatsap o el Instagram.   
En esta pequeña ciudad, en la que los memes bromean respecto a que “dicen que Copiapó es feo, sí, lo es, no vengas” respecto a críticas que normalmente irritan a la gente de acá, pero que ahora no nos molestan. Sin embargo, la riqueza presente en la cordillera hace que trabajadores del sur del país, incluso provenientes de zonas con cuarentena obligatoria y cordones sanitarios sigan viniendo, a pesar del tímido “por favor” del ministro de minería y del intendente de la zona solicitando a las mineras que detengan esta circulación en tiempos de pandemia. Pero los buses especiales no han parado ni los salvoconductos para esos trabajadores fundados en razones laborales. Porque a las mineras transnacionales nunca les han gustado los mineros de la misma zona.
Aquí, la pandemia aún no se ha expandido. Las cifras oficiales hablan de seis casos positivos en la región, ahora que estoy escribiendo en el mes de abril, sin muertos y con un laboratorio en el territorio procesando los exámenes. Pero no podemos confiarnos y gran parte de la población que puede hacerlo, está en sus casas.
Leo una columna de un astronauta con sus consejos para mantenerse encerrado. Recibo un informe sobre la falta de suministros para el sistema de salud para cuando venga el peak del brote, es decir lo peor y da susto. Veo gráficos con las curvas, la logarítmica que nunca antes había conocido con los contagios y está un poco mejor para el país mientras la del tiempo de duplicación da una tranquilidad relativa con un 7,1 días, cuando antes era de 3. La cuarentena está ayudando.
Hago un curso con una cronista argentina, planificado desde antes. Casi no tengo tiempo libre porque tengo muchos quehaceres, trabajo desde casa, hago informes, redes sociales, varias tareas de casa aumentadas con el protocolo europeo, tranquilizo a mi octogenaria madre, comparto con mis hijos, mi pareja, trato de cada día hablar con algunos de mis otros seres queridos que están encerrados en sus casas.
Pero siempre llega la noche. He visto muchos procesos de negación. Es esa incapacidad para ver y procesar algo, porque es muy doloroso, porque te da miedo, porque no estás preparado. Entonces tu cerebro no lo ve, o hace como que no está ocurriendo, para seguir en la vida como te acomoda, no como en realidad es. Algo de eso supongo que hay en esa sensación de irrealidad que tienen estos días, en esa gente que sale como si nada pasara o como que el coronavirus no lo va a alcanzar.  A mí no me alcanza para negar, pero sí para evadir y cada noche mi receta es una serie tan apasionante que me olvido de todo. Hasta que al día siguiente despierto y constato que el virus, como en el cuento de Monterroso, aún sigue ahí.