lunes, 2 de julio de 2018

La peya de oro


De niña aprendí que esas chispas que brillaban en el agua, detrás del polvo, y amarillas, eran oro. Mi papá me dijo que ocurría porque era un metal más pesado, por eso siempre se quedaba atrás. Eso se sabía sobre  una poruña, un cacho de un toro partido por la mitad, muy oscuro, en el que se echaba el mineral molido y arriba, muy suavemente, un poco de agua. Fue una tarde calurosa, de ese calor seco de Copiapó. Habíamos ido a la casa de mi abuela, había que entrar por un pasaje que impedía el tránsito de vehículos con un cierre hecho de rieles de trenes, ubicado al lado de la línea del tren, que pasaba varias veces al día y al menos dos durante la noche, haciéndolo temblar todo. Que si no estabas avisada, podías salir huyendo a las cinco de la mañana en pijama por un remezón largo y ruidoso, que llevaba las barras de cobre hacia el puerto. Mi madre cuenta que cuando recién llegó a Copiapó y se quedó en casa de la abuela creyó que era un temblor formidable y había emprendido la huída cuando papá le explicó que se trataba del tren y que siguiera durmiendo.
Mi abuela era una señora rara. Muy distinta a mamá, a mis tías, a las mamás de mis amigas, a las vecinas. Usaba vestidos y faldas que le llegaban casi hasta los tobillos, cuando volvía de las minas y se bajaba de su camión, algunas veces llevaba pantalones debajo de sus amplias polleras. Estaba muy arrugada, jamás vi que se maquillara y sus facciones eran toscas, duras. Cuando vi los retratos de Gabriela Mistral encontré que había un notable parecido. Tal vez eran los genes, ya que venían del mismo valle. Muy alta y de pelo totalmente cano, me parecía que tenía una fuerza enorme. Su casa era antigua y muy grande, con un patio amplio donde reposaba un perro gigante, un camión, un gallinero, del que se abastecía de huevos. Había u
na señora muy viejita que habitaba en una pieza que ella le había cedido con salida a la calle independiente.  Me fui al palomar ubicado casi en el centro del patio, entré y las palomas volaron aterradas. Las sentí en mi cara y en los brazos que alcé, sus alas tocándome en esa huida, y el aire que agitaban sobre mí en su desesperación.
Más allá estaba la piedra. Grande, lisa, me parecía un buen sillón o una mesa lisa. Tomaron otra piedra llena de colores, la miraron, la pusieron al sol, uno de ellos la probó: la acercó a su cara, sacó  su lengua y la pegó al mineral. Escupió con fuerza al suelo. La volvieron a mirar. Indicaban. Gahona tomó el mazo y comenzó a destruirla. Primero en partes pequeñas, hasta llegar al polvo, casi moliendo con suavidad. Entonces papá sacó esa tierra y lo echó en la poruña. Y luego suave, muy suave, el agua.  Me mostraba como la mecía, moviendo la muñeca, y me invitó a tomarla.
-Así se mueve, con suavidad –me dijo.
Volvió a tomarla y entonces me mostró el oro. Pensé que eso era lo tan valioso. Esas pequeñas chispas brillando en el agua. Tenían más. La piedra de colores terminó hecha polvo, el que tiraron a un poco de agua. Fuimos adentro de la casa y la abuela prendió la cocina. Sacaron Mercurio. Me encantaba jugar con él a partirlo y volver a unirlo, me parecía mágico. Ellos se descuidaron, en su proceso, sé que estaban trabajando con mercurio, una tela, y el polvo y lo estrujaron, y el resultado húmedo lo pusieron sobre una lata en la cocina. Entonces papá me llamó y yo  guardé el metal mágico en un frasquito de pastillas que andaba trayendo, asustada de que pudiera verme y retarme.  Me había perdido parte del proceso, y papá trataba de explicármelo, para él era una de las cosas maravillosas a hacer, lo que le habría gustado  estudiar, una ingeniería en metalurgia para vivir entre ácidos y minerales haciendo esta especie de magia y conocer lo que los pequeños mineros no sabían y que él creía que tanta falta les hacía. Para no equivocarse y quedar con sus camionadas en la planta tiradas a panteón, es decir que no les pagarían nada por el mineral, porque los ingenieros decían que no había cobre, plata o lo que vendieran ahí.
Por eso el oro siempre era seguro. Hacerlo en casa o en una planta donde pudieras mirar todo el rato. No como esa Enami, donde debías sólo dejar el mineral y llevarte un recibo y en una semana más ir a buscar el dinero o el panteón.
Miré la masa, era como una bolita, que se movía sobre el fuego. Nadie tenía una máscara ni nada que se le asemejara, mientras la abuela sacó un soplete, que suavemente se sumó al calor de la cocina hasta que quedó una pequeña bolita muy amarilla, y siguieron con otra masa que volvieron a poner sobre la lata de la cocina.
La casa tenía paredes que lucían como de concreto, pero un hoyo en una esquina de la pieza donde dormía mi abuela delataba su origen, adobe,  ladrillos de barro que papá recordaba haber ayudado a hacer siendo un joven que se empinaba hacia la adolescencia, cuando entre todos levantaron la casa. Claro, sin el abuelo, que ya se había separado de su madre.
La abuela sabía dónde y a quién vender ese tesoro, que  había salido de alguna de las minas que tenía, calculo que por esos tiempos debía ser Dulcinea en la quebrada Jesús María, bastante cercana a Copiapó, donde tenía varios trabajadores que dormían en una pieza de madera que a mi me producía, no sé por qué, cierto temor.
Pero ahora que había la primera peya estaban contentos, y calculaban que saldrían unas cuatro, que permitirían ir al supermercado y comprar una caja con víveres para los trabajadores, pagarles el sueldo que cada quince días les daban, y vivir. Era una casa grande, pero si la miraba bien yo diría que más bien pobre, con muebles sencillos, piso de madera con encerados distantes, y la abuela mantenía una caja fuerte con algún dinero, otro poco, muy poco en el banco y sus lujos se podrían decir que eran un par de joyas hechas con el mismo oro que sacaba de las minas, que guardaba en la caja fuerte. Esa tarde me miró y puso la tercera peya sobre mi mano y me dijo que esa iba para mi, que la llevaría a su joyero porque ya era hora de que como una señorita, tuviera unos grandes de valor.
Así fue como sin ser mi cumpleaños, a los pocos días tenía unas flores de oro en mis oídos con unas perlas en su centro.

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