martes, 3 de octubre de 2017

Comunicación mass media II


Y es que estaban en la mesa, todos reunidos como buena familia, y no es porque a ella Jung la haya deslumbrado en sus años de estudiante universitaria, juro que eso no tenía nada que ver en el almuerzo, sólo era la tele prendida, como fluyendo sola, ella comiendo mirándolos a todos esperando el piropo por su chapsui que esta vez sí parecía verdaderamente chino, como de restaurante de esos servidos por la señora de ojos rasgados que deja al nieto que apenas se asoma por la mesa a pedir la propina, regañándolo en chino; y el adolescente que todavía no se convence que su cuerpo es el de ahora, tan alto, concentrado en la comida, para hablar luego, así que mastica y mastica mirando a los demás con ganas de comenzar a hablar pero la comida está tan rica que mejor… y la pequeña con su guata de pajarito, riéndose a cada rato buscando razones para dejar de comer hasta que papá comienza la conversación, y de repente una palabra trivial como micro, y en la televisión micro con una imagen que a él lo congela.
-Otra vez la tele lo hizo.
-En realidad no puede ser casualidad tantas veces.
-Es que la tele quiere conversar contigo, papá -dice la pequeña, porque a ella la razón y las causas consecuencias acostumbradas aún no le limitan las explicaciones.
-Sí, hija eso debe ser.
-El problema es que ninguno de nosotros entiende que te quiere decir la tv –dice el adolescente sin que a nadie le importe si es en serio o si la sonrisa medio ladeada es más bien muestra de escepticismo.
-En realidad yo tampoco entiendo un carajo, son palabras inconexas, siempre una coincidencia que no hay forma de calzar.
-Es que lo importante no son las palabras, es el hecho – dice la mamá como tratando de enchufarse en un mundo mágico en el que claramente se siente extraña, con algo de razón a lo que no puede entrarse desde las causas consecuencias, ni siquiera leyendo a Einstein y su desconfianza con los dados, Macluhan o Planc.
-Debieras transformarte en un detective del intento de conversación –dice el adolescente ahora completamente serio.

Y entonces ese padre  se dedica una semana completa a escuchar la televisión, a revisar la internet escuchando desde una separación, con una libreta en la mano y entonces no pasa nada, como si antes sólo hubiera delirado. Ni una sola palabra que le regalara. Así que se da por vencido, diciéndose que basta de ser tan cronopio, mejor dedicarse a las cosas concretas, escribe en la libreta mientras la tira al basurero de la cocina, cuando el noticiero anuncia que ha subido el precio del cemento y hay nuevas formas de hacer el concreto, y la libreta irrecuperable, piensa si podrá recordarlo y va a buscar un cuaderno perdiendo las imágenes y la paciencia al mismo tiempo. 

lunes, 2 de octubre de 2017

El amor, la tragedia y el barro en Chañaral

Por Christian Palma 

Dedicada a Guillermo Sepúlveda

Los días previos a la tragedia, Delia Vega no recordaba haber soñado por las noches. Por más que se esforzaba, no lograba traer a la memoria alguna imagen colgada en las esquinas perdidas de su subconsciente.
- Sabes, Guillermo, hace días que no tengo sueños, me acuesto y despierto cuando ya es de día. Como que cerrara y abriera los ojos inmediatamente. ¿Raro no?
- Es que no tienes preocupaciones, deberías estar feliz que duermes de corrido. Yo, en cambio, hace rato que tengo unas pesadillas donde el cielo está muy rojo, debe ser el calor que me está afectando, porque grandes preocupaciones tampoco tengo.
El diálogo se cortó con los murmullos de los vecinos que gritaban que se “venía” el río Salado. Era un comentario habitual que los antiguos habitantes de Chañaral conocían de memoria. Cada cierto tiempo, el famélico estero crecía con los deshielos en la cordillera y su caudal bajaba con más intensidad hacia la costa.
No había de qué preocuparse, tras los aluviones del 87 y 91, principalmente, se habían tomado resguardos y las autoridades competentes construyeron algunas fortificaciones para encausar las aguas.
Además, recordaba Guillermo, no hace mucho una empresa reconstruyó la carretera frente a la playa. Estaba absolutamente seguro que habían tomado en cuenta el historial hídrico de Chañaral para esas labores.
- Gordita, y si vamos a ver el negocio mejor, mira que está justo por donde baja el río y se nos pueden mojar algunas cosas.
- Bueno, chatito, pero tomémonos un café antes.
- No, vamos de una carrera, miramos cómo está todo y nos devolvemos para que me hagas unas tostadas con palta, ¿quieres?
Faltaban unos minutos para las 8 de la mañana. Delia asintió sin reclamar. No tenía hambre, pero sí mucho calor. Apenas se sentó en el furgón que había comprado junto a su pareja para atender el negocio de confites que crecía día a día, abrió su ventana. La temperatura era desesperante.
Unas frías gotas de llovizna mojaron su mejilla derecha y se sintió más aliviada. La tranquilidad fue total cuando vio que si bien corría abundante agua hacia la Costanera, su negocio estaba seguro.
Observaron con calma que las clásicas fortificaciones de tierra que se levantan en estos casos ya estaban dispuestas. Nada anormal a lo que estaban acostumbrados por décadas.
Tras percatarse que no había peligro alguno, la pareja decidió ir a recorrer la salida norte del pueblo, donde desembocaba el río que crecía a cada minuto. Llegaron al Pueblito Artesanal, un grupo de construcciones de madera ubicadas al final del sitio eriazo que queda entre la Costanera y el mar. Ese lugar, algunas décadas atrás, conformaba la bahía de Chañaral, pero por culpa de la contaminación con relaves mineros provenientes de El Salvador , ahora solo mostraba un montón de arena y tierra inerte, donde -a duras penas- sobrevivían algunos árboles débiles y polvorientos.
Eso daba lo mismo. Delia y Guillermo disfrutaban de la lluvia como buena parte de los habitantes de Chañaral, poco acostumbrados a este regalo de la naturaleza. Se sacaron fotos, grabaron algunos videos y hasta hablaron de lo enamorados que estaban. Ella aún en pijama, él con unos jeans y camisa clara. Estaban felices.
Todo empezó a cambiar a las 9.30 de la mañana. A esa hora, Delia y Guillermo volvieron a su confitería y con estupor se dieron cuenta de que, si no hacían algo urgente, el agua entraría al local. Rápidamente fueron a su casa, ubicada en la población Aeropuerto, en la otra orilla de la cuenca y que está emplazada varios metros más arriba del cauce del río.
Volvieron con palas y otras herramientas. Un vecino se ofreció a ayudarlos y los tres intentaron hacer un dique. No tuvieron éxito, la tierra en cosa de segundos se convertía en lodo, el agua ya les llegaba a la mitad de sus piernas por lo que decidieron sacarse los zapatos.
Ahí estaba Delia, profesora por más de 40 años en Chañaral, a “pata pelá tirando pala”. La gente que a esa hora pasaba por el lugar les hacía señas o les gritaban para darles ánimo o pidiéndoles que se fueran a casa. A Delia poco le importaban esos consejos, ella solo quería salvar su negocio que tantos sacrificios le había costado levantar.
“No se me va a caer la corona”, pensaba mientras hundía la pala en el barro.
Pasadas las 12 era imposible contener el caudal. Dos funcionarios municipales pasaron por el lugar y los advirtieron.
- Por favor, váyanse. Se viene algo grande, deben abandonar este lugar inmediatamente.
A esa hora, Delia y Guillermo ya estaban solos. No hicieron caso a las recomendaciones, pero a los pocos minutos reaccionaron instintivamente.
- Guillermo, vámonos. Que pase lo que tenga que pasar.
No muy convencido, Guillermo aceptó los ruegos de su mujer, cruzaron la calle y llegaron hasta el furgón que estaba estacionado a un costado.
Avanzaron, pero el camino ya estaba cortado por la crecida del río. Maldiciendo en voz alta, Guillermo recordó que dejó una extensión eléctrica en el piso del negocio y decidió regresar por ella para no provocar algún corto circuito.
Lo hizo sin pensar, Delia tampoco se opuso aun cuando ya tenía más que claro que el sector estaba a punto de inundarse. Ninguno de los dos dimensionaba lo que estaba pasando. Paró el motor y se aprestó a cruzar la calle. Antes de bajar, un ruido infernal lo puso pálido, intentó hacer correr el vehículo, no lo logró y en menos de un segundo, una avalancha de lodo, palos y escombros, arrancó su negocio de cuajo y se lo llevó velozmente al mar.
En ese momento, Delia pudo al fin recordar lo que había soñado en la víspera. Era niña y estaba jugando en La Serena, su pueblo natal. En sus sueños había un río largo, templado y transparente. Ella y alguien más echaban al agua miles de barquitos de papel que se mecían plácidamente con la corriente. Lo mismo estaba viendo ahora, pero con una voracidad y colores totalmente distintos.
- Chato, chato, vámonos de acá por favor.
- Ya voy, afírmate bien que nos puede agarrar el río.
Delia llegó a Chañaral en 1976, dos años más tarde conoció a Guillermo y comenzaron una relación que tuvo de todo, amistad, cariño, diferencias y reencuentros. De ese amor, nacieron dos hijos.
Cuando el vehículo comenzaba a ser azotado por los elementos que traía el caudal, Delia pensó en ellos. El agua ya había cubierto la mitad del furgón y solo lograban respirar apoyando la nariz en el techo del vehículo.
El vidrio del lado derecho se hizo añicos. El ruido y las esquirlas hicieron reaccionar a Delia, pero el barro y todo lo que venía en él, entraron con más fuerza. La corriente los movió hasta que quedaron estancados entre los árboles de la rotonda que separa la avenida Merino Jarpa de la calle Salado. No estaban solos, miles de durmientes, otros vehículos, muebles y basura, chocaban contra ellos en un frenético viaje río abajo que luego desaparecían en un gran socavón.
-Mira, Guillermo, está todo destrozado. Por más que lo intentó, el hombre no pudo ver, tenía ambos ojos cerrados por el barro.
Cuando el vehículo ya se había convertido en un pequeño bollo de latas, se detuvo entre los árboles y los quioscos de comida rápida que existían en la Costanera. Con gran esfuerzo, Delia logró salir del furgón y subirse al techo. Por otra ventana lateral Guillermo hizo lo mismo consumiendo las pocas fuerzas que le quedaban.
- Chato, bajémonos mejor, esta cuestión se está hundiendo tengo mucho miedo.
La pareja logró acomodarse arriba de unos tablones que flotaban a duras penas en la corriente.
- Delia, ayúdame. No puedo ver nada, por favor límpiame los ojos, no soporto este dolor.
Desesperada Delia se miró las manos y era una masa barrosa de color café. Era imposible socorrer a su pareja en esas condiciones. No pudo aguantar el llanto.
Se sentía como una piedra más, con lodo en cada rincón de su cuerpo. Cuando la angustia la tenía al borde de un desmayo, vio que al lado de ella flotaba una botella de agua mineral. Logró tomarla, en su interior quedaba un concho de agua y con eso lavó la cara a Guillermo.
Cuando el hombre pudo abrir sus ojos, se sentó en un tablón y miró a Delia que se espantó con el color que mostraban sus cuencas. Eran un rojo furioso, el rojo más profundo que había visto en su vida.
No hubo tiempo para descansar. Guillermo decidió hacer algo para salvar a ambos. Con las ideas poco claras, pensó en aferrarse a algo que flotara y tratar de salir de ese infierno. Estaba en eso, cuando un viejo sofá pasó flotando por su lado. Como pudo nadó hasta él y le gritó con fuerza a Delia.
- Agárrate de lo que sean tenemos que flotar hasta la orilla para salvarnos. En su interior seguía pensando que la opción de sobrevivir estaba en el dique que, a esa hora, formaba la carretera. Su espalda flotando en el torrente fue lo último que Delia vio del hombre que la había acompañado los últimos 40 años de su vida.
Delia intentó seguir a Guillermo, pero el miedo la paralizó y no puedo moverse por mucho rato. Quedó petrificada como una estatua de barro hasta que los espasmos provocados por el frío lograron relajar los músculos de sus extremidades.
Con la poca energía que le quedaba, Delia logró trepar a un árbol, donde permaneció al menos una hora pidiendo ayuda. Cuando las esperanzas se perdían, un hombre que estaba arriba del techo del terminal de buses, a unos cien metros de ahí, comenzó a gritarle para darle ánimo.
Pasaban las horas y Delia sentía ruidos extraños, como helicópteros que venían a rescatarla y murmullos ininteligibles. Las voces de repente se hicieron reales.
- Quédese ahí nomás, señora, traigo unos cordeles para rescatarla.
- Quién eres, yo conozco esa voz.
- No importa quién soy yo, solo importa que la voy a sacar de aquí, así que tranquilita por favor.
El héroe anónimo amarró a Delia de la cintura y le dijo que se tenía que tirar al barro. Delia cayó arriba de un montón de escombros y avanzó lentamente al Pullman Bus. Una vez ahí, no podía escalar, debido a que no había nada en donde apoyarse.

No daba más, pero logró trepar por una ventana. Luego cruzó por los techos y pudo llegar a Merino Jarpa. Una vez ahí otra vez al barro hasta que sus rescatistas la pusieron a resguardo en la calle Los Baños unos metros más arriba.
Delia cayó al suelo rendida. Ni siquiera podía tragar saliva. Una vecina logró lavarle la cara con agua tibia y la llevaron al hospital que empezaba a recibir a los sobrevivientes de la tragedia. El primer diagnóstico fue hipotermia severa.
Desde ese momento las imágenes, pensamientos y sueños se entrelazan. La realidad daba paso a las pesadillas y las pesadillas resultaban ser la realidad. Recuerda un polar amarillo que una enfermera le regaló, las atenciones de sus colegas, el día que le lavaron el pelo y la visita de uno de sus hijos.
- Mami, encontraron a mi papá.
- Y cómo está, dónde.
- Mamá, no hay nada que hacer, está fallecido.
Otra vez las pesadillas, y la realidad combatiendo mano a mano con las nebulosas de la mente. Como una película antigua color sepia, las imágenes avanzan en cámara lenta. Puntual a las siete de la mañana Delia se levanta. Lo primero que hace es besar una foto de Guillermo que tiene en su velador y contarle lo que soñó por la noche.
Casi siempre son botes de papel que navegan en un río grande, templado y transparente. Ella es pequeña y está en su pueblo natal. Hay alguien a su lado, no puede ver quién es, pero esa presencia la reconoce. El cielo está rojo, un rojo furioso que solo ha visto una vez en su vida.


Esta crónica de Christian Palma sobre el aluvión del 2015 en Chañaral fue una de las  ganadoras del concurso organizado por el círculo de periodistas de Santiago con motivo de sus 110 años. De una pluma y una mirada profunda  me autorizó para publicarla en el blog. 


martes, 26 de septiembre de 2017

Presentación del libro Olas de barro

Por Nataly Gonzalez.

“Olas de Barro” es un libro de crónicas, por lo tanto es no ficción: “Nada es ficción en este libro”, nos dice la autora.
Por lo mismo tiene un tremendo valor: valor periodístico, valor testimonial, de rescate de la memoria y me atrevo a decir que incluso reparador para quien lo lea, y sobre todo para esas mujeres y hombres protagonistas de cada historia acá contada, quienes compartieron sus testimonios -que hoy ven publicados en este libro-,  porque la verdad tiene un fuerte sentido reparatorio; porque la palabra -en este caso escrita-  permite resignificar lo vivido.
Jéssica Acuña nos dice en la introducción que quiso contar las historias desde abajo, no desde expertos e instituciones. ¿No es acaso eso lo que debería hacer siempre el periodismo?  Muchas/os podemos decir que si, pero sabemos que no siempre es de esta forma, las fuentes suelen ser las oficiales, las institucionales, las poderosas, por eso es aún mayor el valor de este texto.
Los aluviones en Atacama los cargamos todas y todos en el cuerpo, allí queda esta experiencia, como cualquier otra. Independiente del grado en que nos afectaron, todas y todos en Atacama lo vivimos, el aluvión pasó por nuestros cuerpos, es en ellos donde todos nosotros cargamos la tragedia.
Hoy podemos relatar “nuestra” historia de esta emergencia; cada una y uno de nosotros puede contar “su” historia de cómo vivió los aluviones y con eso armar la que es una historia colectiva. Eso hace este libro, que tiene como resultado una historia coral con diversidad de voces, pero que finalmente es una historia: la de todas y todos. Y por eso es también un libro espejo, en él, cada uno de nosotros se reconoce como parte de una historia: la del 25M en Atacama.
Hay un tremendo trabajo de reporteo, de recopilación de testimonios, entrevistas, encuentros con las y los protagonistas, investigación en terreno, que convierte a Olas de Barro es un testimonio importante, que recoge la voz del pueblo, sus experiencias, las hablas y los saberes de mujeres y hombres: en resumen, “su verdad”.
Voces donde encontramos crítica política y crítica social que tenemos que ser capaces de escuchar, mirar, comprender y responder.
Hay saberes también, esos saberes populares que parecen tan desvalorizados hoy en día ante “lo científico” y ante “lo técnico”. Acá están nuestras abuelas y abuelos de Atacama, quienes habían escuchado de sus abuelas y abuelos, que la defensa no era  suficiente, que la quebrada algún día se va a venir, que la naturaleza tiene vida, que el agua es traicionera, que el río siempre vuelve a su cauce.
Todo esto contado a través de diversos estilos de crónica periodística, como Nuevo periodismo latinoamericano, que hay quienes dicen que es el primero, que el Nuevo Periodismo habría nacido en Latinoamérica, antes de Tom Wolfe, y ejemplo de ello serían las crónicas de José Martí y Rubén Darío, entre otros.
Se habla de una diferencia importante entre el Nuevo Periodismo reivindicado por Wolfe con el que se escribe en América Latina, y dice relación con que el periodismo norteamericano tiene una mirada puesta en la celebridad, en explorar lo relacionado a “los famosos”, en cambio en Latinoamérica esa mirada está colocada en lo que no ha sido mirado antes, en el caso de Olas de Barro, en las voces del pueblo.
El libro también tiene otros estilos de crónica más europea, relatos en primera persona, y con esto sabemos que Olas de Barro, por la historia que cuenta, pero también por el estilo en lo que hace, por la apuesta estética que nos presenta -mezcla de riguroso periodismo y de excelente literatura- va a ser un importante documento histórico y de rescate de la memoria de Atacama. Bien se dice que la crónica es un lenguaje anterior incluso al periodismo, y que lo que pervive en la humanidad son precisamente los relatos, las historias.
Quien en 10, 50 o 100 años, busque saber qué ocurrió en Atacama en los aluviones de 2015 tendrá en estas hojas una real respuesta. Pero no sólo de qué ocurrió el 25M, de cómo vivíamos también, porque los testimonios son un relato de cómo vivimos en Atacama. Mujeres que enfrentaron el barro solas con sus hijos porque eran los días de turno de sus maridos en la faena 7 x 7. El negocio del agua embotellada en la región. Temporeras durmiendo en containers en el valle.
Se dice que con el periodismo literario – género del cual Jéssica hace gala con excelencia en este texto y también en otros trabajos anteriores-  el o la periodista pasa de ser un mero reproductor a ser también un creador, que logra a través de su historia construir la realidad de una manera distinta, reduciendo la distancia entre quien narra, las o los protagonistas de sus historias y los lectores.
Eso es lo que hace Jéssica en Olas de Barro. En opinión de quien habla, a diferencia de lo que hemos visto en otros trabajos sobre el 25M, Olas de Barro logra mostrar lo que vimos, sentimos, vivimos quienes estuvimos esos días en la región.
Se muestran los aluviones en imágenes casi cinematográficas: olas de barro que ingresan a las casas; un parto en el cerro en medio de la noche; sonidos de helicópteros en trabajos de rescate; una familia que come sopaipillas reunida en una mesa sobre el barro; un padre sentado frente al memorial de su hijo, el bombero mártir, en pleno desierto. Y claro está que la fuerza en este trabajo –que lo que lo distingue de otros-, está dada por la voz de las y los protagonistas.
Protagonistas a quienes se les respetó sus formas de expresión, la que quedó plasmada sin acomodos, sin buscar el preciosismo en el lenguaje. Nuestra habla, la forma en que nos comunicamos, dice tanto del lugar que habitamos, del cuándo y cómo vivimos, por eso la poliglosia del texto no hace más que enriquecerlo y reafirmar, por una parte, el compromiso de la autora con la verdad, y por otra, del respeto por quienes entregaron sus testimonios.
Las voces del texto se amplían con las crónicas de otros autores. “La vida en tres kilómetros” de Christian Palma, crónica brillante, emotiva, sobresaliente. Pamela Ydígoras con una mirada crítica que nos recuerda que todo desastre no es sólo natural sino principalmente social. Cristian Muñoz que nos cuenta cómo Jéssica, la autora, es también protagonista y afectada por el 25M, entre otras.
Parte de la esperanza dice Jessica de este trabajo “es aprender de la experiencia y que este libro sea eso, un rescate de la memoria pero también que quienes mañana deban tomar decisiones tomen en cuenta lo que vivieron las personas afectadas”.
Acá queda este libro para la historia de Atacama. Con testimonios de nuestra gente que nos hablan de la importancia de lo colectivo; de cómo luego de una emergencia se logra recuperar la dignidad de las personas; de la necesidad de avanzar en derechos para trabajadoras históricamente postergadas; de como los seres humanos mostramos nuestro mejor y nuestro peor lado ante la adversidad; de la importancia de escuchar la opinión de la población en un proceso de reconstrucción; de cómo conviven naturaleza y minería, entre otros temas y cuestionamientos que ustedes van a descubrir al leer el libro.
Para terminar, reiterar que estamos ante un tremendo testimonio histórico del Atacama de hoy. De cómo vivimos, como sobrevivimos en el norte minero, como nos recomponemos. Nada más que invitarlas e invitarlos a leerlo.

domingo, 24 de septiembre de 2017

Pata de guanaco desierto florido


¿Me enamoraría de Kalle Blomkvist?


Llegó a mis manos por casualidad. A destiempo, por cierto. Al menos para el momento  más alto de superventas de la novela traducida al español como “Los hombres que no amaban a las mujeres” que en sueco –su idioma original-  es “Los hombres que odiaban a las mujeres”,  pero por razones editoriales los españoles prefirieron evitar la frase que la protagonista repite cada vez que descubre uno de esos ejemplares capaces de matar, violar, desaparecer  o someter a alguna fémina.
Lo leí y luego me enteré de sus circunstancias. Que vendió millones. Que su autor, como unos pocos, escribió la trilogía por diversión y murió antes de verla publicada. Se trataba de Stieg Larsson, periodista sueco, dedicado durante años a  la investigación de los grupos de ultraderecha, a las causas sociales en su país, como la de los migrantes, dedicó sus horas libres a escribir esta trilogía, aunque él planeaba que fueran en realidad diez, una actualización de la novela negra donde sus protagonistas son un periodista dedicado a la investigación de empresarios y negocios sucios, y una hacker que se ha abierto caminos a tropezones tanto de la vida, los seres humanos y la instituciones con que se ha cruzado.
El punto en común es la información que ambos –con métodos muy distintos- investigan para desentrañar. La que puede resolverles la vida. O salvarlas. Encontrar un asesino o ponerse en medio del camino de otros.
Devoré el primer libro y tuve que ir por el segundo y el tercero. También los devoré y vi las películas filmadas, la de Hollywood –que siguiendo la costumbre no es mejor que la sueca-. Y uno de los efectos de su lectura fueron las inmensas ganas de conocer a su autor, aunque no es posible, y conversar con él sobre algunas de sus motivaciones y las decisiones que tomó con el libro. Ya sé que a más de alguien le resulta raro ese tiempo en que el asesino se complace en explicar sus motivos cuando es descubierto ante la víctima- investigador, que da justo el tiempo para salvar al personaje. Pero digamos que es un clásico en el género policial, donde descubrir las cartas es parte del juego de
la cacería. Además tiene un par de diálogos de antología.
Un periodista recurre a la ficción por algunos motivos. Contar aquello que sabemos, pero no tenemos pruebas suficientes como para que pasen el examen de la verificación que requiere el periodismo responsable. Y hay conspiraciones por doquier en la trilogía, donde las instituciones o parte de ellas pueden transformarse en sectas capaces de asesinar  por valores ligados a la guerra fría, vulnerar derechos de mujeres sin considerarlas más que daño colateral, y también una gran cantidad de crueldad e impunidad en quienes han ostentado diversos tipos de poder.
Lo otro, es que aunque a veces la realidad supera a la ficción, no siempre sigue la estructura narrativa que atrapa a los lectores. Entonces una buena historia puede hacernos reflexionar tanto como una crónica sobre el no discriminar, y otros tantos valores del lado de los buenos. Por eso confieso que más de una vez  comencé a escribir una crónica que se transformó en ficción cuando alteré apenas el orden de un hecho –realmente ocurrido-, o agregué un diálogo, para que los ladrillos de la narración, según mi noción de lo adecuado, cuadraran.
Sé que parte de esa realidad que el autor vivió, escudriñó e investigó,  está en la saga. Después de todo la revista Millenium no debe haber sido tan distinta a la que Larsson trabajó durante años. En lo particular a mí me gusta la crítica al periodismo que el protagonista esboza, como también el sueño de cambiar un poco las cosas, como cuando después del tremendo golpe periodístico los medios suecos comienzan a investigar a los empresarios y sus grupos. Tal vez son sus sueños y pesadillas, el del periodista héroe,  ese que honra su misión, que debe enfrentar peligros increíbles, el que salva a la damisela y ante el cual todas las mujeres que van apareciendo terminan en la cama y luego enamoradas.
Y el periodista se deja querer, siempre pretende ser un buen amigo, leal pero no fiel como diría García Márquez, ya que no piensa en dejar su amistad de amantes eternos con la periodista con la que llevan adelante la revista, y que es casada, por cierto. Él pareciera no estar enamorado de nadie, pero sí quiere, a varias las deja sin mayores explicaciones ni duelos, y sólo su hermana en un diálogo formula una crítica sobre su descomprometida forma de relacionarse con las mujeres, esa en que no  llega a enterarse o sospechar al menos si hizo algo mal.
Tres de estas historias quedaron escritas y la editorial ha decidido continuar con la saga, de mano de otro escritor. Yo me quedaré con la duda si el periodista será capaz de enamorarse, de amar, o la amistad amorosa será el único estadio capaz de alcanzar,  o si Lisbeth y Blomkvist  también pueden encontrarse o son simplemente pendejadas para sujetos que tienen cosas más importantes que hacer.  
No sé qué planeaba Larsson, y ya no lo sabré, qué más vamos a hacer ante la muerte, pero me encantaron sus héroes, entrañables, tan  antisistémica como una hacker que a pesar de sus dificultades para relacionarse con los otros se gana el corazón de unos cuantos en la novela y fuera de ella.

Debo confesar que he conocido un par de periodistas así, amantes de su oficio, completamente consagrados a hacer algo que cambie la pauta, los titulares, la agenda pública, el país y el mundo. Y es difícil no enamorarse de uno de ellos. 

Nota: Kalle Blomkvist es el sobre nombre despectivo que sus colegas le daban aludiendo a un dibujo animado.

jueves, 3 de agosto de 2017

martes, 1 de agosto de 2017

Desierto florido

Después de los aluviones de 2015, para la mayoría de la gente que vive en Atacama, la lluvia es algo preocupante. Pero siempre nos queda un último consuelo cuando la noche está cerrada, los rayos iluminan el paisaje y los truenos nos asustan, la lluvia golpea con fuerza los techos y la podemos vigilar  bajo algún rayo de luz. Mas cuando en algunos sectores comienzan las sirenas y los altavoces llamando a evacuar. Entonces podemos mirar al cielo y decirnos: tendremos desierto florido. Y eso para muchos es suficiente para aguantar el temor y en otros peores, para darse la fuerza para empezar a luchar contra el agua que quiere entrar a las casas, o peor aún, el barro.
La imagen de las flores donde normalmente hay desierto es difícil de  transcribir en palabras. Somos habitantes de este desierto, acostumbrados a un sol que nunca para, a las planicies, a los atardeceres generosos de colores, a las estrellas deslumbrantes en noches sin luna y a ver la luna encontrarse descaradamente con el sol en las mañanas, al medio día o en las tardes. A veces, eso sí, lo olvidamos por estar en una ciudad, en medio de un valle, donde contamos con algunos árboles en las calles, uno que otro  jardín, y mucho polvo cuando corre el viento. Y estamos rodeados de relaves. Basta con caminar un poco, hacia los bordes de la ciudad y nos encontramos con una torta, como le llaman a eso que algún minero dejó abandonado como recuerdo de su codicia y falta de empatía con los que vendrían.
Hay que salir de la ciudad para ver el desierto florido. Hay que ir a buscarlo, recorrer incluso kilómetros, ir a la caza de flores míticas como la ya casi extinta añañuca roja –con la que en mi infancia jugué en prados inmensos- y la garra de león que se esconde entre quebradas y en la cima de cerros lejanos de la carretera. Una caza por cierto fotográfica, porque la mayoría sabemos que estas flores son frágiles y hay que cuidarlas y jamás arrancarlas para que tras las próximas lluvias volvamos a encontrarlas.
Debo reconocer con tristeza que no todos los que viven en Atacama conocen el desierto florido. Y me parece un pecado. Un impedimento claramente es económico: hay que tener idealmente auto para ir a conocerlo. Una segunda alternativa es contar con el dinero para pagar un tour, o un guía, ya que hay numerosos dispuestos a  llevarlos a uno o dos lugares que conocer. También he visto que el gobierno o los municipios, en ocasiones, han habilitado tures populares para estudiantes, adultos mayores o juntas de vecinos que tengan la suerte de salir beneficiados con este paseo. No hay la posibilidad de tomar un bus y simplemente bajarse en algún manchón de flores. Aunque estoy seguro que hay aventureros que sí lo harían y encontrarían la forma de hacer parar al transporte que sea.
Quiero decir con esto que si bien hay un componente de limitante económico, también lo hay de experiencia, de espíritu, de querer ver, de entender que ahí hay una algo valioso capaz de hacerlo mover el trasero para dejar la televisión, el reggaetón o cualquiera sea la forma de entretención.


 Vivir en el desierto es lidiar con la falta de agua. Mas si la hemos sobre explotado, si se han plantado más hectáreas que las prudentes para una cuenca desértica con el propósito de exportar uva de mesa que los copiapinos conoceremos por catálogo o contrabando, pero que será muy apreciada en EEUU, Europa o Asia. Alguna vez los pozos que abastecían la ciudad se secaron y fuimos a agotar las reservas, mientras las mineras seguían sacando el agua subterránea hasta quedarnos sin río. Pero vino eso que llamamos cambio climático y ahora ha vuelto a llover, de vez en cuando pero muy intenso, y entonces no sabemos que hacer con el agua que baja por las quebradas e inunda. Ha sido mala nuestra relación con el agua. Pero la naturaleza sabe qué hacer. Ella construye prados de flores, hace renacer el río, aunque los pobres humanos tengamos que mover puentes, casas, edificios construidos en sectores donde los expertos dijeron que nunca más llegaría un cauce. Y levantar muros, muchos muros.

La metáfora más común para no perder la esperanza es recordar que hasta la noche más oscura acaba y vuelve a salir el sol. Para nosotros no es diaria, ni siquiera segura, pero es una forma de volver a hacernos amigos de nuestra madre tierra y entender que si llueve bastante habrá desierto florido.


sábado, 15 de julio de 2017

Sueño con mi hijo

Anoche soñé con Eduardo, veía su rostro moreno ahora pálido, estaba acostado, tranquilo, pacífico, yo lo miraba y le decía que así como estaba podríamos estar ahora siempre juntos, y lo abrazaba, me tendí junto a él, como cuando era pequeño y me necesitaba para lograr dormirse. Podía volver a hacerle cariño y era muy bueno.
En realidad no le decía nada, sólo lo pensaba y él lo entendía. Él tampoco decía nada, pero me transmitía diversos sentimientos con su presencia.
Así es como ahora veo a Eduardo, cuando viene a visitarme en sueños, y yo me alegro como cualquier madre que no ha visto a su hijo en tanto tiempo y él llega sin aviso. Si supiera cuando va a venir le arreglaría una pieza, o tal vez simplemente le pondría flores. Le cocinaría algo, algo que le gustara muchísimo y le pediría que no quebrara nada, que estuviera de buen humor. Pero ya todo eso ha pasado y sólo me quedan los sueños y hablarle de vez en cuando. Hablarle al viento, a las paredes, a las estrellas, a la niebla. O pensar conversándole, que es casi lo mismo. Más decente para la imagen, eso sí, por esa convención de que no se habla sola.
Me pregunto cuánto tiempo durará este recuerdo tan presente. El olvido avanza, o será el alzheirmer que acecha desde algún rincón.

Después que Eduardo murió, la poca ropa buena que quedó la regalamos, la botamos, o cualquier cosa que permitiera no tener cajones llenos. Pero hace días, ordenando la ropa de Bruno le pregunté por una chaqueta que no era de él, no la reconoció ni supo de dónde había aparecido, luego a Cristian, que tampoco la conocía. Pensé que era del padre de Bruno y se la mostré en cuanto tuve la ocasión, pero no la recordaba. Pasaron los días y en cualquier momento apareció la imagen de Eduardo con esa chaqueta y comprobé con horror que todos la habíamos olvidado. Sentí terror de olvidar. Pero supongo que así comienza el olvido.

lunes, 27 de marzo de 2017

En Semanario 7 Días

Transmitir aunque un aluvión se lleve la radio

Esta es la publicación hecha por el semanario 7 Días, se trata de una crónica sobre la vivencia de Carlos Alamos, de la Radio Cobremar de Chañaral. Está en primera persona, como varios de los textos, pensando en escribir desde abajo, dar voz a quienes menos la tienen, y que ellos hagan la historia. Es un adelanto del libro "Olas de barro" que dentro de pronto saldrá a la luz.


lunes, 27 de febrero de 2017

Cita periodismo y frustración


"El periodismo intenta contar realidades complejas. El reduccionismo, el apuro y los textos cada vez más cortos hacen que esas realidades, reflejadas en espejos urgentes y enanos, se deformen: sean algo parecido a la realidad, pero no la realidad. No sé cómo empezó, pero fue una gran idea: la tan ansiada aniquilación de la prensa no llegó desde afuera, sino desde su corazón, su hígado. La frustración envenena el ánimo, mina el entusiasmo, convierte a periodistas serios en publicadores hastiados. El antídoto está, como el veneno, en nosotros mismos. Es una batalla de cazadores solitarios y tenemos todas las garantías de perderla. Pero hay batallas que se pelean aunque estén perdidas. Sobre todo cuando están perdidas." 



Leila Guerreiro.

martes, 3 de enero de 2017

La búsqueda interminable de Álvaro Plaza, el bombero héroe de Diego de Almagro

http://www.elmostrador.cl/noticias/pais/2016/11/21/la-busqueda-interminable-de-alvaro-plaza-el-bombero-heroe-de-diego-de-almagro/

Esta es la crónica, adelanto del libro sobre el aluvión, que apareció en el mostrador en el mes de noviembre del 2016. Creo que a veces podemos ayudar en algo, y tengo la impresión de que ha sido parte de las publicaciones que en el último tiempo han rescatado la búsqueda que el padre hace del cuerpo de su hijo, ayudando a que el gobierno lo apoye con recursos para continuar de una manera más esperanzadora.