lunes, 25 de marzo de 2019

Crónica del libro "Olas de Barro"


Un día como hoy, hace cuatro años atrás se producían estos hechos en un aluvión que a muchos nos marcó la vida. Comparto con ustedes esta crónica, parte del libro "Olas de Barro", la construí gracias al testimonio de Paola Correa Rodríguez quien en esa fecha era matrona del servicio de Neonatología del Hospital Regional San José del Carmen de Copiapó. 


En el Hospital Regional
Centro de Copiapó


Paola vivía en el sector de El Palomar, al otro lado del río, el fin de la ciudad hasta hace unas décadas atrás, pero al necesitar más terrenos para más viviendas, decidieron poblar ese sector. Algunos decían que cuando viniera una de esas grandes lluvias que se repetían después de varias décadas, se inundaría y habría un desastre por su cercanía con el río. Por esos días, habían rumores surgidos del pronóstico metereológico que las precipitaciones serían enormes, pero nadie  alcanzaba a imaginar un desastre como el que ocurrió.
Pero esta matrona que vivía con su pequeña hija estaba tranquila en El Palomar, había llovido fuerte durante toda la noche del martes, pero no se notaba a la hora de su salida ni por las calles, las casas, todo normal. Tenía que presentarse en el Hospital Regional antes de  las ocho de la mañana de ese miércoles 25, las clases en todas las escuelas y liceos estaban suspendidas, su hermana había trabajado durante la noche, por lo que decidió llevar a su hija al Hospital. Pero llegando al sector del río las calles comenzaron a cambiar, cruzar el puente fue difícil, y al otro lado la situación era dramáticamente distinta. Costaba avanzar de tanta agua que llevaban las calles, de color café,  autos contra el tránsito en cualquier lugar, cero semáforos. El auto avanzaba cada vez con más dificultad aunque logró llegar al estacionamiento habitual.
Salió del auto, siempre con su hija y al alcanzar  la calle vio un río torrente en vez del paisaje habitual. La tomó en brazos y le dijo que no se soltara por ningún motivo, acercándose al caudal,  pero la detuvieron los gritos de los trabajadores de la construcción que trabajaban en la eterna nueva etapa del Hospital, desde la otra orilla, advirtiéndole que no lo hiciera, porque bajaban piedras, que la corriente era peligrosa. Le pidieron que esperaran ahí, y dos de ellos cruzaron, las subieron sobre sus espaldas y así las cargaron jugando con el peso, la estabilidad y la suerte.  Todo salió bien y ya estaban en el hospital. Pisar esa otra calle le dio seguridad.
Cruzó la entrada y se dio cuenta que nada estaba bien. El agua le llegaba hasta las rodillas, y olía muy mal. El blanco del hospital ya no se veía. Al seguir caminando, con su hija tomada de la mano, se dio cuenta que  todo el primer piso estaba inundado, y a cada pasillo por el que avanzaba una de las alarmas sonaba diciéndole con voz robótica que el hospital ya no era seguro y había que evacuar. Se dirigió decidida hacia la sala de neonatología. Pero no encontró a nadie allí, se enteró que los colegas de la noche se habían encargado de trasladar el servicio al tercer piso, a la sala de pediatría.
Los ascensores no funcionaban. Así que habían tenido que llevarlos por las escaleras, aunque se trataba de bebés prematuros con enfermedades de gravedad, varios de ellos conectados a respirador mecánico, todos en incubadoras. Los habían trasladado entre varios, haciendo funcionar manualmente el respirador mecánico, en un trabajo difícil. Las incubadoras y el equipo de respiración no son livianos, ni fácilmente transportables y dependen de la electricidad. Miró el lugar, sacó algunos insumos que pensó harían falta, vio como llegaban un montón de soldados a ayudar, conscriptos, de caras jóvenes y subió con medicamentos y otros aparatos al tercer piso.
Al llegar se encontró con el turno completo. Y era muy difícil llegar hasta el hospital. Miró con asombro a una parámedico que venía de las cercanías de Paipote, donde estaban totalmente cortadas las calles,  pensando en lo  increíble de que estuviera allí, más aún porque tenía dos hijos muy pequeños. Paola tenía barro, no un poco, si no que estaba empapada y el resto del equipo humano se encontraba en condiciones muy similares. Tomaron conciencia que debían limpiarse para hacer su tarea.  Sabían que se trataba de  agua contaminada con los alcantarillados que estallaron en diversos puntos de la ciudad.
-Yo no pensaba que estaba sucia, aunque sabía que era agua con caca, sólo  en que teníamos que subir, sacar pacientes, tratar de salvar la situación lo mejor posible –me cuenta Paola, mientras conversamos en un café, en un día soleado, con la ciudad ya limpia, un año más tarde de los hechos. La miro y pienso que se ve “normal”, una persona con ropa limpia, peinada, maquillaje, de pelo negro y ojos expresivos y recuerdo que por esas fechas todos y todas lucíamos tan distintos, porque no había forma de salvarnos del barro, entonces la presentación personal era simplemente terrible.
Tuvieron que bajar a buscar medicamentos o instrumentos, varias veces. Se ponían bolsas de basura para entrar al barro. En el primer piso también funcionaban la urgencia, la sala de esterilización, la UCI, UTI, pabellones donde se operaba, la lavandería y otros tantos. Los dos pisos subterráneos donde estaban los generadores estaban completamente inundados. Los pacientes habían sido trasladados en tareas titánicas.
Paola miraba por las ventanas del tercer piso y en la calle seguía bajando con furia torrentes de agua y barro, y el exterior y el patio interno del hospital se veían café. Estaban rodeados. Aislados. Pero logró encontrarse con su hermana, quien le aseguró que llevaría a su hija a salvo a su casa, donde la cuidaría hasta que lograra volver. Se abrazaron y luego se fueron. El tiempo pasó rápido, y las cosas no mejoraban.
-Nos informaron que el agua se iba a cortar, a veces teníamos luz, otras no, perdimos el generador, el oxígeno se nos estaba acabando y teníamos pacientes dependientes de él. Esos pacientes iban a fallecer. Entonces buscamos estrategias para salvarlos a todos. Tuve mucho miedo, pero trataba de mantener la calma –me cuenta Paola con tranquilidad.
Los problemas seguían. Les avisaron que no tenían comida ni siquiera para los pacientes del hospital, y que el agua se iba a terminar en cualquier momento.
- A nosotros nos dijeron que íbamos estar encerrados en el hospital hasta que alguien apareciera, no nos podían sacar. Afuera la situación estaba cada vez peor.
La coordinadora los llamó a una reunión. Paola, a cargo de la unidad  de neonatología, junto a todos los responsables de los diversos servicios, enfrentando la situación. 
-No teníamos como sacar pacientes, se vieron distintas opciones, que los trasladáramos por helicópteros, pero no se podía. A pesar que estábamos tan cerca del regimiento, donde veíamos que llegaban los helicópteros pero no tenían acceso a nuestro Hospital porque el helipuerto no funciona, les faltó hacer una escalera  o  un ascensor, sólo llegan hasta el séptimo piso  y después no se puede subir con los pacientes.
Saliendo de esa tensa reunión, Paola convocó a su equipo. Una pequeña sala los albergó. Eran como las siete de la tarde, se detuvieron unos momentos a mirarse, a sentir. Paola les contó cómo estaba la situación, algunos lloraron, hablaron del gran compromiso con los pacientes.
-Yo creo que uno se siente como mamá de las guaguas, papás y era como una gran pesadilla. No sabíamos qué hacer -cuenta Paola.
La coordinadora les comunicó que la Clínica Atacama podía recibir a los pacientes más graves del Hospital. La mala noticia es que la única forma de hacerlo era por tierra, junto al personal, y la ayuda que tenían del ejército, en sus camiones. 
- Nuevamente entramos en pánico. Era ir a las calles que estaban completamente inundadas con lo riesgoso que podía ser para los pacientes y para nosotros. Nuevamente entramos en conflicto. Yo, en algún momento, no quería salir del hospital porque tenía miedo que me pasara algo y pensaba ¿qué pasaría con mi hija?. Pero como jefa del turno sentí que tenía que dar el ejemplo. Sentíamos que era mucha responsabilidad y que teníamos que tomar medidas para hacernos cargo de nuestros pacientes y no le podíamos decir a una madre que se nos iba a acabar el oxígeno y que sus hijos iban a fallecer por ese motivo. Por eso nosotros aprobamos esa decisión de salir del hospital.
Así que Paola comenzó a organizar el traslado. Una matrona y dos paramédicos irían con ellas, otros se quedarían con los pacientes que continuarían en el Hospital. El movimiento comenzó cerca de las once treinta de la noche.
-Nos trasladamos en camiones militares. Fue súper complejo. Bajamos incubadoras por escaleras y sin luz por tres pisos. Las incubadoras pesan 200 kilos,  tuvimos gente que nos ayudaba, voluntarios, también los militares nos colaboraron harto.
Los voluntarios fueron gente que apareció en el hospital espontáneamente, al saber la situación en que se encontraba. Se les veía sin zapatos, la mayoría de ellos y ellas con las marcas del barro seco en sus pantalones, dispuestos a ayudar al personal a subir a los pacientes en camillas que se hacían eternas por las escaleras, limpiar, trasladar cosas, poniéndose a disposición de quien les solicitara ayuda.
-Eran como ángeles que aparecían en esos momentos, gente anónima, no les pagaron ni tuvieron ningún reconocimiento por la gran ayuda que prestaron. Uno de repente los veía durmiendo en el suelo –recuerda la matrona.
Llegó el director del Hospital a supervisar el traslado. Miró la incubadora, luego la bomba de infusiones, el ventilador mecánico, el equipo de oxígeno y luego al equipo que preparaba todo. Se acercó a Paola y le preguntó:
-¿Todo esto es un paciente?
- Sí.
-No puede ser, todo lo que tienen que trasladar por cada uno de ellos.
Con las bolsas de basura puestas en los zapatos del personal, los voluntarios descalzos y los militares con sus botas, comenzaron a bajar coordinadamente por las escaleras oscuras. Alguien pisó la bolsa de Paola y cayó, rodó un poco por las escaleras produciendo todo una emergencia por su salud y la de la guagua, porque había dejado de darle respiración manual. Paola logró levantarse y retomar su función, y continuar bajando, sintiendo la respiración y el corazón de esa pequeña. Otro equipo venía con una segunda incubadora, unos minutos más atrás.
El equipo llegó al patio, tal vez sintieron el alivio de una primera tarea cumplida. Al intentar subir la incubadora se dieron cuenta que no cabían en el camión. Nuevos momentos de tensión y una decisión arriesgada: sacaron a las guaguas de sus equipos, las tomaron en brazos y las envolvieron con frazadas, mientras Paola continuaba con la tarea de hacer funcionar manualmente el sistema respiratorio. Así subieron con la ayuda de los conscriptos a un camión oscuro, porque no había ni el más mínimo tipo de luz en su interior, frío, acompañados de los soldados.  Partió el motor y el camión se movía lentamente, tratando de salir del barro del Hospital al flujo de agua y barro que continuaba bajando por las calles.
Dos cuadras más allá el camión paró. Los vecinos del sector habían puesto obstáculos impidiendo totalmente el tránsito, con el fin de que jeep y camionetas cuatro por cuatro –algunos en afán de cierto turismo de la desgracia- no salpicaran barro y les inundaran más sus hogares. Los militares primero, y después Paola tuvieron que bajarse y explicar a los indignados vecinos del sector que era de vida o muerte, y que debían pasar. Finalmente les abrieron paso.
El soldado le dijo a Paola que no mirara por la ventana. Ella pensaba en no desconcentrarse, no perder el ritmo de la ventilación, abrigar a la guagua, constatar que seguía viva. No temer a lo qué se veía por esa ventana. No asomarse, aunque el camión se ladeara y a ratos pareciera que se iba a ir en el cauce flotando, como una más de las tantas cosas que se habían sumado a ese fluir. El sonido del caudal era fuerte, y matronas y paramédicos intercambiaron algunas nerviosas palabras sobre la estabilidad del vehículo. El trayecto era difícil pero al mismo tiempo corto, no más de un kilómetro y medio de distancia, que en circunstancias normales habrían recorrido en cinco minutos, pero que en las actuales no tenían ninguna noción de cuánto había durado.
Una enfermera, paramédicos preparados con todo tipo de equipos estaban esperándolos en el estacionamiento. Paola bajó con la guagua en los brazos, con cuidado, ayudada por los paramédicos que inmediatamente procedieron a arreglar la entubación del bebé, ya que venía en mal estado. La enfermera abrazó a Paola y se puso a llorar.
- Yo tenía barro hasta en el pelo,  me trataba de limpiar, creo que estaba choqueada. De verdad pensé que se iban a morir pacientes en el traslado, podían fallecer pero sino los trasladamos iban a fallecer. Habían probabilidades de que algo saliera mal. Como la guagua que llevaba en brazos que se le salió el tubo endotraquial, por el camino. Nosotros llevábamos todos los insumos para atender a nuestros pacientes en el camión, pero un militar amablemente tomó la caja de los insumos y los tiró a una ambulancia militar, nunca supimos cuál era. Sentía que era mi responsabilidad porque cuando me caí  traccioné el tubo y lo pude haber desplazado.
Pero todo salió bien, aunque el traslado terminó pasadas las tres de la mañana. Los padres se enteraron después, varios eran de lugares aislados como Tierra Amarilla, donde por esos días no existía camino alguno que les permitiera llegar. El destino en la clínica era transitorio, porque irían a Santiago vía aérea, ya que les habían dado los cupos en centros asistenciales de la capital. Eso les ayudaría a resolver patologías que en la zona no se abordan, como operaciones al corazón o una hernia en el diafragma. Les cuesta bastante, en circunstancias normales, obtener ese cupo ya que los centros asistenciales de la capital no dan abasto a la demanda de su propia zona.
Paola se quedó en la clínica esperando a los otros pacientes, porque tenía que empezar a armar los cupos con todo el papeleo administrativo, y contarle a padres y madres  lo sucedido.
En el hospital, hubo un cambio de camión que permitió que ingresara una incubadora,  en la que trasladaron a tres bebés juntos, le conectaron oxígeno y llegaron con más seguridad a destino. Los problemas mayores fueron con la otra guagua conectadas a ventilador mecánico.
Paola y todo su turno completó 24 horas trabajando, sus reemplazantes, una matrona y dos paramédicos llegaron a la clínica a hacer el cambio, en parte gracias a que algo había bajado el barro y era más posible transitar.  Como les habían dicho que trabajarían hasta que alguien llegara a reemplazarlos,  fue emocionante el encuentro.
- Cuando la vi tenía ganas de llorar y la abracé, era como decirle gracias por aparecer y hacer el sacrificio de llegar – recuerda Paola- después como grupo nos abrazamos, con ganas de llorar y era por la reacción que ellos tuvieron cuando dijimos no, hay que salir, y  eligieron hacerlo, cuando de primera todos teníamos miedo, nadie quería. Sentía que estaban súper comprometidos con los pacientes, que los priorizamos más que a nosotros mismos.






1 comentario:

  1. Impresionante relato, que habla de la bravura y vocación con la que Paola y sus colegas supieron salir airosos, de la compleja situación de debieron enfrentar. Conmueve y estremece tanta valentía.

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