martes, 3 de octubre de 2017

Comunicación mass media II


Y es que estaban en la mesa, todos reunidos como buena familia, y no es porque a ella Jung la haya deslumbrado en sus años de estudiante universitaria, juro que eso no tenía nada que ver en el almuerzo, sólo era la tele prendida, como fluyendo sola, ella comiendo mirándolos a todos esperando el piropo por su chapsui que esta vez sí parecía verdaderamente chino, como de restaurante de esos servidos por la señora de ojos rasgados que deja al nieto que apenas se asoma por la mesa a pedir la propina, regañándolo en chino; y el adolescente que todavía no se convence que su cuerpo es el de ahora, tan alto, concentrado en la comida, para hablar luego, así que mastica y mastica mirando a los demás con ganas de comenzar a hablar pero la comida está tan rica que mejor… y la pequeña con su guata de pajarito, riéndose a cada rato buscando razones para dejar de comer hasta que papá comienza la conversación, y de repente una palabra trivial como micro, y en la televisión micro con una imagen que a él lo congela.
-Otra vez la tele lo hizo.
-En realidad no puede ser casualidad tantas veces.
-Es que la tele quiere conversar contigo, papá -dice la pequeña, porque a ella la razón y las causas consecuencias acostumbradas aún no le limitan las explicaciones.
-Sí, hija eso debe ser.
-El problema es que ninguno de nosotros entiende que te quiere decir la tv –dice el adolescente sin que a nadie le importe si es en serio o si la sonrisa medio ladeada es más bien muestra de escepticismo.
-En realidad yo tampoco entiendo un carajo, son palabras inconexas, siempre una coincidencia que no hay forma de calzar.
-Es que lo importante no son las palabras, es el hecho – dice la mamá como tratando de enchufarse en un mundo mágico en el que claramente se siente extraña, con algo de razón a lo que no puede entrarse desde las causas consecuencias, ni siquiera leyendo a Einstein y su desconfianza con los dados, Macluhan o Planc.
-Debieras transformarte en un detective del intento de conversación –dice el adolescente ahora completamente serio.

Y entonces ese padre  se dedica una semana completa a escuchar la televisión, a revisar la internet escuchando desde una separación, con una libreta en la mano y entonces no pasa nada, como si antes sólo hubiera delirado. Ni una sola palabra que le regalara. Así que se da por vencido, diciéndose que basta de ser tan cronopio, mejor dedicarse a las cosas concretas, escribe en la libreta mientras la tira al basurero de la cocina, cuando el noticiero anuncia que ha subido el precio del cemento y hay nuevas formas de hacer el concreto, y la libreta irrecuperable, piensa si podrá recordarlo y va a buscar un cuaderno perdiendo las imágenes y la paciencia al mismo tiempo. 

lunes, 2 de octubre de 2017

El amor, la tragedia y el barro en Chañaral

Por Christian Palma 

Dedicada a Guillermo Sepúlveda

Los días previos a la tragedia, Delia Vega no recordaba haber soñado por las noches. Por más que se esforzaba, no lograba traer a la memoria alguna imagen colgada en las esquinas perdidas de su subconsciente.
- Sabes, Guillermo, hace días que no tengo sueños, me acuesto y despierto cuando ya es de día. Como que cerrara y abriera los ojos inmediatamente. ¿Raro no?
- Es que no tienes preocupaciones, deberías estar feliz que duermes de corrido. Yo, en cambio, hace rato que tengo unas pesadillas donde el cielo está muy rojo, debe ser el calor que me está afectando, porque grandes preocupaciones tampoco tengo.
El diálogo se cortó con los murmullos de los vecinos que gritaban que se “venía” el río Salado. Era un comentario habitual que los antiguos habitantes de Chañaral conocían de memoria. Cada cierto tiempo, el famélico estero crecía con los deshielos en la cordillera y su caudal bajaba con más intensidad hacia la costa.
No había de qué preocuparse, tras los aluviones del 87 y 91, principalmente, se habían tomado resguardos y las autoridades competentes construyeron algunas fortificaciones para encausar las aguas.
Además, recordaba Guillermo, no hace mucho una empresa reconstruyó la carretera frente a la playa. Estaba absolutamente seguro que habían tomado en cuenta el historial hídrico de Chañaral para esas labores.
- Gordita, y si vamos a ver el negocio mejor, mira que está justo por donde baja el río y se nos pueden mojar algunas cosas.
- Bueno, chatito, pero tomémonos un café antes.
- No, vamos de una carrera, miramos cómo está todo y nos devolvemos para que me hagas unas tostadas con palta, ¿quieres?
Faltaban unos minutos para las 8 de la mañana. Delia asintió sin reclamar. No tenía hambre, pero sí mucho calor. Apenas se sentó en el furgón que había comprado junto a su pareja para atender el negocio de confites que crecía día a día, abrió su ventana. La temperatura era desesperante.
Unas frías gotas de llovizna mojaron su mejilla derecha y se sintió más aliviada. La tranquilidad fue total cuando vio que si bien corría abundante agua hacia la Costanera, su negocio estaba seguro.
Observaron con calma que las clásicas fortificaciones de tierra que se levantan en estos casos ya estaban dispuestas. Nada anormal a lo que estaban acostumbrados por décadas.
Tras percatarse que no había peligro alguno, la pareja decidió ir a recorrer la salida norte del pueblo, donde desembocaba el río que crecía a cada minuto. Llegaron al Pueblito Artesanal, un grupo de construcciones de madera ubicadas al final del sitio eriazo que queda entre la Costanera y el mar. Ese lugar, algunas décadas atrás, conformaba la bahía de Chañaral, pero por culpa de la contaminación con relaves mineros provenientes de El Salvador , ahora solo mostraba un montón de arena y tierra inerte, donde -a duras penas- sobrevivían algunos árboles débiles y polvorientos.
Eso daba lo mismo. Delia y Guillermo disfrutaban de la lluvia como buena parte de los habitantes de Chañaral, poco acostumbrados a este regalo de la naturaleza. Se sacaron fotos, grabaron algunos videos y hasta hablaron de lo enamorados que estaban. Ella aún en pijama, él con unos jeans y camisa clara. Estaban felices.
Todo empezó a cambiar a las 9.30 de la mañana. A esa hora, Delia y Guillermo volvieron a su confitería y con estupor se dieron cuenta de que, si no hacían algo urgente, el agua entraría al local. Rápidamente fueron a su casa, ubicada en la población Aeropuerto, en la otra orilla de la cuenca y que está emplazada varios metros más arriba del cauce del río.
Volvieron con palas y otras herramientas. Un vecino se ofreció a ayudarlos y los tres intentaron hacer un dique. No tuvieron éxito, la tierra en cosa de segundos se convertía en lodo, el agua ya les llegaba a la mitad de sus piernas por lo que decidieron sacarse los zapatos.
Ahí estaba Delia, profesora por más de 40 años en Chañaral, a “pata pelá tirando pala”. La gente que a esa hora pasaba por el lugar les hacía señas o les gritaban para darles ánimo o pidiéndoles que se fueran a casa. A Delia poco le importaban esos consejos, ella solo quería salvar su negocio que tantos sacrificios le había costado levantar.
“No se me va a caer la corona”, pensaba mientras hundía la pala en el barro.
Pasadas las 12 era imposible contener el caudal. Dos funcionarios municipales pasaron por el lugar y los advirtieron.
- Por favor, váyanse. Se viene algo grande, deben abandonar este lugar inmediatamente.
A esa hora, Delia y Guillermo ya estaban solos. No hicieron caso a las recomendaciones, pero a los pocos minutos reaccionaron instintivamente.
- Guillermo, vámonos. Que pase lo que tenga que pasar.
No muy convencido, Guillermo aceptó los ruegos de su mujer, cruzaron la calle y llegaron hasta el furgón que estaba estacionado a un costado.
Avanzaron, pero el camino ya estaba cortado por la crecida del río. Maldiciendo en voz alta, Guillermo recordó que dejó una extensión eléctrica en el piso del negocio y decidió regresar por ella para no provocar algún corto circuito.
Lo hizo sin pensar, Delia tampoco se opuso aun cuando ya tenía más que claro que el sector estaba a punto de inundarse. Ninguno de los dos dimensionaba lo que estaba pasando. Paró el motor y se aprestó a cruzar la calle. Antes de bajar, un ruido infernal lo puso pálido, intentó hacer correr el vehículo, no lo logró y en menos de un segundo, una avalancha de lodo, palos y escombros, arrancó su negocio de cuajo y se lo llevó velozmente al mar.
En ese momento, Delia pudo al fin recordar lo que había soñado en la víspera. Era niña y estaba jugando en La Serena, su pueblo natal. En sus sueños había un río largo, templado y transparente. Ella y alguien más echaban al agua miles de barquitos de papel que se mecían plácidamente con la corriente. Lo mismo estaba viendo ahora, pero con una voracidad y colores totalmente distintos.
- Chato, chato, vámonos de acá por favor.
- Ya voy, afírmate bien que nos puede agarrar el río.
Delia llegó a Chañaral en 1976, dos años más tarde conoció a Guillermo y comenzaron una relación que tuvo de todo, amistad, cariño, diferencias y reencuentros. De ese amor, nacieron dos hijos.
Cuando el vehículo comenzaba a ser azotado por los elementos que traía el caudal, Delia pensó en ellos. El agua ya había cubierto la mitad del furgón y solo lograban respirar apoyando la nariz en el techo del vehículo.
El vidrio del lado derecho se hizo añicos. El ruido y las esquirlas hicieron reaccionar a Delia, pero el barro y todo lo que venía en él, entraron con más fuerza. La corriente los movió hasta que quedaron estancados entre los árboles de la rotonda que separa la avenida Merino Jarpa de la calle Salado. No estaban solos, miles de durmientes, otros vehículos, muebles y basura, chocaban contra ellos en un frenético viaje río abajo que luego desaparecían en un gran socavón.
-Mira, Guillermo, está todo destrozado. Por más que lo intentó, el hombre no pudo ver, tenía ambos ojos cerrados por el barro.
Cuando el vehículo ya se había convertido en un pequeño bollo de latas, se detuvo entre los árboles y los quioscos de comida rápida que existían en la Costanera. Con gran esfuerzo, Delia logró salir del furgón y subirse al techo. Por otra ventana lateral Guillermo hizo lo mismo consumiendo las pocas fuerzas que le quedaban.
- Chato, bajémonos mejor, esta cuestión se está hundiendo tengo mucho miedo.
La pareja logró acomodarse arriba de unos tablones que flotaban a duras penas en la corriente.
- Delia, ayúdame. No puedo ver nada, por favor límpiame los ojos, no soporto este dolor.
Desesperada Delia se miró las manos y era una masa barrosa de color café. Era imposible socorrer a su pareja en esas condiciones. No pudo aguantar el llanto.
Se sentía como una piedra más, con lodo en cada rincón de su cuerpo. Cuando la angustia la tenía al borde de un desmayo, vio que al lado de ella flotaba una botella de agua mineral. Logró tomarla, en su interior quedaba un concho de agua y con eso lavó la cara a Guillermo.
Cuando el hombre pudo abrir sus ojos, se sentó en un tablón y miró a Delia que se espantó con el color que mostraban sus cuencas. Eran un rojo furioso, el rojo más profundo que había visto en su vida.
No hubo tiempo para descansar. Guillermo decidió hacer algo para salvar a ambos. Con las ideas poco claras, pensó en aferrarse a algo que flotara y tratar de salir de ese infierno. Estaba en eso, cuando un viejo sofá pasó flotando por su lado. Como pudo nadó hasta él y le gritó con fuerza a Delia.
- Agárrate de lo que sean tenemos que flotar hasta la orilla para salvarnos. En su interior seguía pensando que la opción de sobrevivir estaba en el dique que, a esa hora, formaba la carretera. Su espalda flotando en el torrente fue lo último que Delia vio del hombre que la había acompañado los últimos 40 años de su vida.
Delia intentó seguir a Guillermo, pero el miedo la paralizó y no puedo moverse por mucho rato. Quedó petrificada como una estatua de barro hasta que los espasmos provocados por el frío lograron relajar los músculos de sus extremidades.
Con la poca energía que le quedaba, Delia logró trepar a un árbol, donde permaneció al menos una hora pidiendo ayuda. Cuando las esperanzas se perdían, un hombre que estaba arriba del techo del terminal de buses, a unos cien metros de ahí, comenzó a gritarle para darle ánimo.
Pasaban las horas y Delia sentía ruidos extraños, como helicópteros que venían a rescatarla y murmullos ininteligibles. Las voces de repente se hicieron reales.
- Quédese ahí nomás, señora, traigo unos cordeles para rescatarla.
- Quién eres, yo conozco esa voz.
- No importa quién soy yo, solo importa que la voy a sacar de aquí, así que tranquilita por favor.
El héroe anónimo amarró a Delia de la cintura y le dijo que se tenía que tirar al barro. Delia cayó arriba de un montón de escombros y avanzó lentamente al Pullman Bus. Una vez ahí, no podía escalar, debido a que no había nada en donde apoyarse.

No daba más, pero logró trepar por una ventana. Luego cruzó por los techos y pudo llegar a Merino Jarpa. Una vez ahí otra vez al barro hasta que sus rescatistas la pusieron a resguardo en la calle Los Baños unos metros más arriba.
Delia cayó al suelo rendida. Ni siquiera podía tragar saliva. Una vecina logró lavarle la cara con agua tibia y la llevaron al hospital que empezaba a recibir a los sobrevivientes de la tragedia. El primer diagnóstico fue hipotermia severa.
Desde ese momento las imágenes, pensamientos y sueños se entrelazan. La realidad daba paso a las pesadillas y las pesadillas resultaban ser la realidad. Recuerda un polar amarillo que una enfermera le regaló, las atenciones de sus colegas, el día que le lavaron el pelo y la visita de uno de sus hijos.
- Mami, encontraron a mi papá.
- Y cómo está, dónde.
- Mamá, no hay nada que hacer, está fallecido.
Otra vez las pesadillas, y la realidad combatiendo mano a mano con las nebulosas de la mente. Como una película antigua color sepia, las imágenes avanzan en cámara lenta. Puntual a las siete de la mañana Delia se levanta. Lo primero que hace es besar una foto de Guillermo que tiene en su velador y contarle lo que soñó por la noche.
Casi siempre son botes de papel que navegan en un río grande, templado y transparente. Ella es pequeña y está en su pueblo natal. Hay alguien a su lado, no puede ver quién es, pero esa presencia la reconoce. El cielo está rojo, un rojo furioso que solo ha visto una vez en su vida.


Esta crónica de Christian Palma sobre el aluvión del 2015 en Chañaral fue una de las  ganadoras del concurso organizado por el círculo de periodistas de Santiago con motivo de sus 110 años. De una pluma y una mirada profunda  me autorizó para publicarla en el blog.