jueves, 3 de agosto de 2017

martes, 1 de agosto de 2017

Desierto florido

Después de los aluviones de 2015, para la mayoría de la gente que vive en Atacama, la lluvia es algo preocupante. Pero siempre nos queda un último consuelo cuando la noche está cerrada, los rayos iluminan el paisaje y los truenos nos asustan, la lluvia golpea con fuerza los techos y la podemos vigilar  bajo algún rayo de luz. Mas cuando en algunos sectores comienzan las sirenas y los altavoces llamando a evacuar. Entonces podemos mirar al cielo y decirnos: tendremos desierto florido. Y eso para muchos es suficiente para aguantar el temor y en otros peores, para darse la fuerza para empezar a luchar contra el agua que quiere entrar a las casas, o peor aún, el barro.
La imagen de las flores donde normalmente hay desierto es difícil de  transcribir en palabras. Somos habitantes de este desierto, acostumbrados a un sol que nunca para, a las planicies, a los atardeceres generosos de colores, a las estrellas deslumbrantes en noches sin luna y a ver la luna encontrarse descaradamente con el sol en las mañanas, al medio día o en las tardes. A veces, eso sí, lo olvidamos por estar en una ciudad, en medio de un valle, donde contamos con algunos árboles en las calles, uno que otro  jardín, y mucho polvo cuando corre el viento. Y estamos rodeados de relaves. Basta con caminar un poco, hacia los bordes de la ciudad y nos encontramos con una torta, como le llaman a eso que algún minero dejó abandonado como recuerdo de su codicia y falta de empatía con los que vendrían.
Hay que salir de la ciudad para ver el desierto florido. Hay que ir a buscarlo, recorrer incluso kilómetros, ir a la caza de flores míticas como la ya casi extinta añañuca roja –con la que en mi infancia jugué en prados inmensos- y la garra de león que se esconde entre quebradas y en la cima de cerros lejanos de la carretera. Una caza por cierto fotográfica, porque la mayoría sabemos que estas flores son frágiles y hay que cuidarlas y jamás arrancarlas para que tras las próximas lluvias volvamos a encontrarlas.
Debo reconocer con tristeza que no todos los que viven en Atacama conocen el desierto florido. Y me parece un pecado. Un impedimento claramente es económico: hay que tener idealmente auto para ir a conocerlo. Una segunda alternativa es contar con el dinero para pagar un tour, o un guía, ya que hay numerosos dispuestos a  llevarlos a uno o dos lugares que conocer. También he visto que el gobierno o los municipios, en ocasiones, han habilitado tures populares para estudiantes, adultos mayores o juntas de vecinos que tengan la suerte de salir beneficiados con este paseo. No hay la posibilidad de tomar un bus y simplemente bajarse en algún manchón de flores. Aunque estoy seguro que hay aventureros que sí lo harían y encontrarían la forma de hacer parar al transporte que sea.
Quiero decir con esto que si bien hay un componente de limitante económico, también lo hay de experiencia, de espíritu, de querer ver, de entender que ahí hay una algo valioso capaz de hacerlo mover el trasero para dejar la televisión, el reggaetón o cualquiera sea la forma de entretención.


 Vivir en el desierto es lidiar con la falta de agua. Mas si la hemos sobre explotado, si se han plantado más hectáreas que las prudentes para una cuenca desértica con el propósito de exportar uva de mesa que los copiapinos conoceremos por catálogo o contrabando, pero que será muy apreciada en EEUU, Europa o Asia. Alguna vez los pozos que abastecían la ciudad se secaron y fuimos a agotar las reservas, mientras las mineras seguían sacando el agua subterránea hasta quedarnos sin río. Pero vino eso que llamamos cambio climático y ahora ha vuelto a llover, de vez en cuando pero muy intenso, y entonces no sabemos que hacer con el agua que baja por las quebradas e inunda. Ha sido mala nuestra relación con el agua. Pero la naturaleza sabe qué hacer. Ella construye prados de flores, hace renacer el río, aunque los pobres humanos tengamos que mover puentes, casas, edificios construidos en sectores donde los expertos dijeron que nunca más llegaría un cauce. Y levantar muros, muchos muros.

La metáfora más común para no perder la esperanza es recordar que hasta la noche más oscura acaba y vuelve a salir el sol. Para nosotros no es diaria, ni siquiera segura, pero es una forma de volver a hacernos amigos de nuestra madre tierra y entender que si llueve bastante habrá desierto florido.