Un día como hoy, hace cuatro años atrás se producían estos hechos en un aluvión que a muchos nos marcó la vida. Comparto con ustedes esta crónica, parte del libro "Olas de Barro", la construí gracias al testimonio de Paola Correa Rodríguez quien en esa fecha era matrona del servicio de Neonatología del Hospital Regional San José del Carmen de Copiapó.
En el Hospital Regional
Centro de Copiapó
Paola vivía en el sector de El Palomar, al otro lado del
río, el fin de la ciudad hasta hace unas décadas atrás, pero al necesitar más
terrenos para más viviendas, decidieron poblar ese sector. Algunos decían que
cuando viniera una de esas grandes lluvias que se repetían después de varias
décadas, se inundaría y habría un desastre por su cercanía con el río. Por esos días, habían rumores
surgidos del pronóstico metereológico que las precipitaciones serían enormes, pero
nadie alcanzaba a imaginar un desastre
como el que ocurrió.
Pero esta matrona que vivía con su pequeña hija estaba
tranquila en El Palomar, había llovido fuerte durante toda la noche del martes, pero no se
notaba a la hora de su salida ni por las calles, las casas, todo normal. Tenía
que presentarse en el Hospital Regional antes de las ocho de la mañana de ese miércoles 25,
las clases en todas las escuelas y liceos estaban suspendidas, su hermana había
trabajado durante la noche, por lo que decidió llevar a su hija al Hospital.
Pero llegando al sector del río las calles comenzaron a cambiar, cruzar el
puente fue difícil, y al otro lado la situación era dramáticamente distinta.
Costaba avanzar de tanta agua que llevaban las calles, de color café, autos contra el tránsito en cualquier lugar,
cero semáforos. El auto avanzaba cada vez con más dificultad aunque logró
llegar al estacionamiento habitual.
Salió del auto, siempre con su hija y al alcanzar la calle vio un río torrente en vez del
paisaje habitual. La tomó en brazos y le dijo que no se soltara por
ningún motivo, acercándose al caudal,
pero la detuvieron los gritos de los trabajadores de la construcción que
trabajaban en la eterna nueva etapa del Hospital, desde la otra orilla,
advirtiéndole que no lo hiciera, porque bajaban piedras, que la corriente era
peligrosa. Le pidieron que esperaran ahí, y dos de ellos
cruzaron, las subieron sobre sus espaldas y así las cargaron jugando con el
peso, la estabilidad y la suerte. Todo
salió bien y ya estaban en el hospital. Pisar esa otra calle le dio seguridad.
Cruzó la entrada y se dio cuenta que nada estaba bien. El
agua le llegaba hasta las rodillas, y olía muy mal. El blanco del hospital ya
no se veía. Al seguir caminando, con su hija tomada de la mano, se dio cuenta
que todo el primer piso estaba inundado,
y a cada pasillo por el que avanzaba una de las alarmas sonaba diciéndole con
voz robótica que el hospital ya no era seguro y había que evacuar. Se dirigió
decidida hacia la sala de neonatología. Pero no encontró a nadie allí, se
enteró que los colegas de la noche se habían encargado de trasladar el servicio
al tercer piso, a la sala de pediatría.
Los ascensores no funcionaban. Así que habían tenido que
llevarlos por las escaleras, aunque se trataba de bebés prematuros con
enfermedades de gravedad, varios de ellos conectados a respirador mecánico,
todos en incubadoras. Los habían trasladado entre varios, haciendo funcionar
manualmente el respirador mecánico, en un trabajo difícil. Las incubadoras y el
equipo de respiración no son livianos, ni fácilmente transportables y dependen
de la electricidad. Miró el lugar, sacó algunos insumos que pensó harían falta,
vio como llegaban un montón de soldados a ayudar, conscriptos, de caras jóvenes y subió con
medicamentos y otros aparatos al tercer piso.
Al llegar se encontró con el turno completo. Y era muy
difícil llegar hasta el hospital. Miró con asombro a una parámedico que venía de las cercanías de
Paipote, donde estaban totalmente cortadas las calles, pensando en lo increíble de que estuviera allí, más aún
porque tenía dos hijos muy pequeños. Paola tenía barro, no un poco, si no que
estaba empapada y el resto del equipo humano se encontraba en condiciones muy
similares. Tomaron conciencia que debían limpiarse para hacer su tarea. Sabían que se trataba de agua contaminada con los alcantarillados que
estallaron en diversos puntos de la ciudad.
-Yo no pensaba que estaba sucia, aunque sabía que era
agua con caca, sólo en que teníamos que
subir, sacar pacientes, tratar de salvar la situación lo mejor posible –me
cuenta Paola, mientras conversamos en un café, en un día soleado, con la ciudad
ya limpia, un año más tarde de los hechos. La miro y pienso que se ve “normal”,
una persona con ropa limpia, peinada, maquillaje, de pelo negro y ojos
expresivos y recuerdo que por esas fechas todos y todas lucíamos tan distintos,
porque no había forma de salvarnos del barro, entonces la presentación personal era
simplemente terrible.
Tuvieron que bajar a buscar medicamentos o instrumentos,
varias veces. Se ponían bolsas de basura para entrar al barro. En el primer piso
también funcionaban la urgencia, la sala de esterilización, la UCI, UTI,
pabellones donde se operaba, la lavandería y otros tantos. Los dos pisos
subterráneos donde estaban los generadores estaban completamente inundados. Los
pacientes habían sido trasladados en tareas titánicas.
Paola miraba por las ventanas del tercer piso y en la
calle seguía bajando con furia torrentes de agua y barro, y el exterior y el
patio interno del hospital se veían café. Estaban rodeados. Aislados. Pero
logró encontrarse con su hermana, quien le aseguró que llevaría a su hija a
salvo a su casa, donde la cuidaría hasta que lograra volver. Se abrazaron y
luego se fueron. El tiempo pasó rápido, y las cosas no mejoraban.
-Nos informaron que el agua se iba a cortar, a veces teníamos
luz, otras no, perdimos el generador, el oxígeno se nos estaba acabando y
teníamos pacientes dependientes de él. Esos pacientes iban a fallecer. Entonces
buscamos estrategias para salvarlos a todos. Tuve mucho miedo, pero trataba de
mantener la calma –me cuenta Paola con tranquilidad.
Los problemas seguían. Les avisaron que no tenían comida
ni siquiera para los pacientes del hospital, y que el agua se iba a terminar en
cualquier momento.
- A nosotros nos dijeron que íbamos estar encerrados en
el hospital hasta que alguien apareciera, no nos podían sacar. Afuera la
situación estaba cada vez peor.
La coordinadora los llamó a una reunión. Paola, a cargo
de la unidad de neonatología, junto a
todos los responsables de los diversos servicios, enfrentando la situación.
-No teníamos como sacar pacientes, se vieron distintas
opciones, que los trasladáramos por helicópteros, pero no se podía. A pesar que
estábamos tan cerca del regimiento, donde veíamos que llegaban los helicópteros
pero no tenían acceso a nuestro Hospital porque el helipuerto no funciona, les faltó hacer una escalera o un
ascensor, sólo llegan hasta el séptimo piso
y después no se puede subir con los pacientes.
Saliendo de esa tensa reunión, Paola convocó a su equipo.
Una pequeña sala los albergó. Eran como las siete de la tarde, se detuvieron
unos momentos a mirarse, a sentir. Paola les contó cómo estaba la situación,
algunos lloraron, hablaron del gran compromiso con los pacientes.
-Yo creo que uno se siente como mamá de las guaguas,
papás y era como una gran pesadilla. No sabíamos qué hacer -cuenta Paola.
La coordinadora les comunicó que la Clínica Atacama podía
recibir a los pacientes más graves del Hospital. La mala noticia es que la
única forma de hacerlo era por tierra, junto al personal, y la ayuda que tenían
del ejército, en sus camiones.
- Nuevamente entramos en pánico. Era ir a las calles que
estaban completamente inundadas con lo riesgoso que podía ser para los
pacientes y para nosotros. Nuevamente entramos en conflicto. Yo, en algún
momento, no quería salir del hospital porque tenía miedo que me pasara algo y
pensaba ¿qué pasaría con mi hija?. Pero como jefa del turno sentí que tenía que
dar el ejemplo. Sentíamos que era mucha responsabilidad y que teníamos que
tomar medidas para hacernos cargo de nuestros pacientes y no le podíamos decir
a una madre que se nos iba a acabar el oxígeno y que sus hijos iban a fallecer
por ese motivo. Por eso nosotros aprobamos esa decisión de salir del hospital.
Así que Paola comenzó a organizar el traslado. Una
matrona y dos paramédicos irían con ellas, otros se quedarían con los pacientes
que continuarían en el Hospital. El movimiento comenzó cerca de las once
treinta de la noche.
-Nos trasladamos en camiones militares. Fue súper complejo.
Bajamos incubadoras por escaleras y sin luz por tres pisos. Las incubadoras
pesan 200 kilos, tuvimos gente que nos
ayudaba, voluntarios, también los militares nos colaboraron harto.
Los voluntarios fueron gente que apareció en el hospital
espontáneamente, al saber la situación en que se encontraba. Se les veía sin
zapatos, la mayoría de ellos y ellas con las marcas del barro seco en sus
pantalones, dispuestos a ayudar al personal a subir a los pacientes en camillas
que se hacían eternas por las escaleras, limpiar, trasladar cosas, poniéndose a
disposición de quien les solicitara ayuda.
-Eran como ángeles que aparecían en esos momentos, gente
anónima, no les pagaron ni tuvieron ningún reconocimiento por la gran ayuda que
prestaron. Uno de repente los veía durmiendo en el suelo –recuerda la
matrona.
Llegó el director del Hospital a supervisar el traslado.
Miró la incubadora, luego la bomba de infusiones, el ventilador mecánico, el
equipo de oxígeno y luego al equipo que preparaba todo. Se acercó a Paola y le
preguntó:
-¿Todo esto es un paciente?
- Sí.
-No puede ser, todo lo que tienen que trasladar por cada uno de ellos.
Con las bolsas de basura puestas en los zapatos del
personal, los voluntarios descalzos y los militares con sus botas, comenzaron a
bajar coordinadamente por las escaleras oscuras. Alguien pisó la bolsa de Paola
y cayó, rodó un poco por las escaleras produciendo todo una emergencia por su
salud y la de la guagua, porque había
dejado de darle respiración manual. Paola logró levantarse y retomar su
función, y continuar bajando, sintiendo la respiración y el corazón de esa pequeña. Otro equipo venía con una segunda incubadora,
unos minutos más atrás.
El equipo llegó al patio, tal vez sintieron el alivio de
una primera tarea cumplida. Al intentar subir la incubadora se dieron cuenta
que no cabían en el camión. Nuevos momentos de tensión y una decisión
arriesgada: sacaron a las guaguas de sus equipos, las tomaron en brazos y las
envolvieron con frazadas, mientras Paola continuaba con la tarea de hacer
funcionar manualmente el sistema respiratorio. Así subieron con la ayuda de los
conscriptos a un camión oscuro, porque no había ni el más mínimo tipo de luz en
su interior, frío, acompañados de los soldados.
Partió el motor y el camión se movía lentamente, tratando de salir del
barro del Hospital al flujo de agua y barro que continuaba bajando por las
calles.
Dos cuadras más allá el camión paró. Los vecinos del
sector habían puesto obstáculos impidiendo totalmente el tránsito, con el fin
de que jeep y camionetas cuatro por cuatro –algunos en afán de cierto turismo
de la desgracia- no salpicaran barro y les inundaran más sus hogares. Los
militares primero, y después Paola tuvieron que bajarse y explicar a los
indignados vecinos del sector que era de vida o muerte, y que debían pasar.
Finalmente les abrieron paso.
El soldado le dijo a Paola que no mirara por la ventana.
Ella pensaba en no desconcentrarse, no perder el ritmo de la ventilación,
abrigar a la guagua, constatar que seguía viva. No temer a lo qué se veía por
esa ventana. No asomarse, aunque el camión se ladeara y a ratos pareciera que
se iba a ir en el cauce flotando, como una más de las tantas cosas que se
habían sumado a ese fluir. El sonido del caudal era fuerte, y matronas y
paramédicos intercambiaron algunas nerviosas palabras sobre la estabilidad del
vehículo. El trayecto era difícil pero al mismo tiempo corto, no más de un
kilómetro y medio de distancia, que en circunstancias normales habrían
recorrido en cinco minutos, pero que en las actuales no tenían ninguna noción
de cuánto había durado.
Una enfermera, paramédicos preparados con todo tipo de
equipos estaban esperándolos en el estacionamiento. Paola bajó con la guagua en
los brazos, con cuidado, ayudada por los paramédicos que inmediatamente
procedieron a arreglar la entubación del bebé, ya que venía en mal estado. La
enfermera abrazó a Paola y se puso a llorar.
- Yo tenía barro hasta en el pelo, me trataba de limpiar, creo que estaba
choqueada. De verdad pensé que se iban a morir pacientes en el traslado, podían
fallecer pero sino los trasladamos iban a fallecer. Habían probabilidades de que algo saliera mal. Como la guagua que llevaba en brazos que
se le salió el tubo endotraquial, por el camino. Nosotros llevábamos todos los
insumos para atender a nuestros pacientes en el camión, pero un militar
amablemente tomó la caja de los insumos y los tiró a una ambulancia militar,
nunca supimos cuál era. Sentía que era mi responsabilidad porque cuando me
caí traccioné el tubo y lo pude haber desplazado.
Pero todo salió bien, aunque el traslado terminó pasadas
las tres de la mañana. Los padres se enteraron después, varios eran de lugares
aislados como Tierra Amarilla, donde por esos días no existía camino alguno que
les permitiera llegar. El destino en la clínica era transitorio, porque irían a
Santiago vía aérea, ya que les habían dado los cupos en centros asistenciales
de la capital. Eso les ayudaría a resolver patologías que en la zona no se
abordan, como operaciones al corazón o una hernia en el diafragma. Les cuesta
bastante, en circunstancias normales, obtener ese cupo ya que los centros
asistenciales de la capital no dan abasto a la demanda de su propia zona.
Paola se quedó en la clínica esperando a los otros
pacientes, porque tenía que empezar a armar los cupos con todo el papeleo
administrativo, y contarle a padres y madres
lo sucedido.
En el hospital, hubo un cambio de camión que permitió que
ingresara una incubadora, en la que
trasladaron a tres bebés juntos, le conectaron oxígeno y llegaron con más
seguridad a destino. Los problemas mayores fueron con la otra guagua conectadas
a ventilador mecánico.
Paola y todo su turno completó 24 horas trabajando, sus
reemplazantes, una matrona y dos paramédicos llegaron a la clínica a hacer el
cambio, en parte gracias a que algo había bajado el barro y era más posible
transitar. Como les habían dicho que
trabajarían hasta que alguien llegara a reemplazarlos, fue emocionante el encuentro.
- Cuando la vi tenía ganas de llorar y la abracé, era
como decirle gracias por aparecer y hacer el sacrificio de llegar – recuerda
Paola- después como grupo nos abrazamos, con ganas de llorar y era por la
reacción que ellos tuvieron cuando dijimos no, hay que salir, y eligieron hacerlo, cuando de primera todos teníamos
miedo, nadie quería. Sentía que estaban súper comprometidos con los pacientes,
que los priorizamos más que a nosotros mismos.