jueves, 22 de agosto de 2019

Amazonas en llamas después del día del fuego


El 10 de agosto un montón de hacendados de Brasil, respaldados por el discurso de su presidente, un ser  que ha dicho que el Amazonas es de Brasil y no de la humanidad y que necesitan tierras para cultivar, declararon el día del fuego. El lugar es el suroeste de Pará  y desde allí comenzaron a incendiar hectáreas logrando 124 focos que no han parado de consumir el principal pulmón verde de la Tierra, el mismo que produce el 20 por ciento del oxígeno del planeta y que capta o más bien captaba gran parte de los gases de efecto invernadero.

Esta decisión hace dudar de la inteligencia de los seres humanos/as, que no logramos como especie ponernos de acuerdo en medidas básicas de preservación de nuestra especie. Este aterrador acto de quema del Amazonas es un ejemplo de ello. Bolsonaro enarbola la bandera del nacionalismo, del derecho de los brasileños de decidir qué hacer con sus tierras para defender la deforestación de esta jungla, mientras el resto del mundo sufriremos las consecuencias del fuego, los gases, poniendo en peligro al mundo.

Cuesta entender que los minerales, hidrocarburos, tierra para la agricultura y cualquiera de las materias primas para explotar sean más apreciadas que la conservación del planeta, que no se entienda la importancia de la selva, de los árboles, en esta ideología capitalista que ha demostrado no tener la razón, pero a nadie le importa. Porque la idea que la ciencia iba a encontrar la solución a la crisis y al cambio climático no se ha producido y más bien los investigadores aportan cada día más datos preocupantes sobre el deterioro y el peligro para la tierra, mientras que los pueblos eligen a líderes que niegan el cambio climático, se empeñan en producir más  a cualquier costo, todos preocupados por la economía, consumir y ese optimismo en torno al mercado, esa absurda certeza  que habrá siempre más.

Es cierto que las informaciones sobre el cambio climático en las personas de a pie produce ansiedad o dolor, a veces sin muchas ganas de hacer algo o más bien resignándose a algo así como que el mundo se va a acabar. Pero no es el apocalipsis porque la Tierra podrá sobrevivir sin esta especie, somos los y las humanas las que estamos en peligro.

Inevitable preguntarse qué hacer, si se ve tan lejana la Amazonas.

Algunas personas comparten en redes sociales. Creo que ya es algo. En lo personal siempre me he ubicado en un moderado optimismo en la humanidad, en que mejoraremos y sabremos resolver nuestros conflictos, en que hoy estamos mejor aunque a ratos me cuesta conservar el punto de vista. Sobre todo en días como hoy con un gran incendio que la Nasa vigila desde el espacio.
El desafío, para los expertos, es emitir menos carbono a la atmósfera. Eso tiene un efecto directo sobre el calentamiento global. Para eso hay que consumir menos energía, cambiar en todo lo posible a energías renovables o limpias, tener políticas ambientales robustas, a la altura de lo que estamos viviendo como planeta y cuidar nuestros árboles. Una de las dificultades es que gran parte de la población y de los gobernantes no quiere hacerse cargo de este gran problema, porque las soluciones van en directa confrontación con la base de las economías capitalistas, son impopulares y la gran mayoría prefiere seguir como si nada pasara, porque es más fácil, o como si fuera imposible un cambio profundo. Me recuerda a Game of Thrones, cuando todos peleaban sus batallas por el trono, sin darse cuenta que el invierno ya venía.

Mientras veo imágenes de un planeta en llamas, mientras el agua es escasa en mi región y en la cordillera se derriten los glaciares inexpugnablemente y avanzamos hacia las desaladoras como solución, pienso en los árboles, en los de mi ante jardín, en los de más allá, esos que mis vecinos no riegan deseando que se sequen luego para evitar barrer las hojas y  me sigo preguntando qué más hacer. Por mientras escribo.

jueves, 11 de julio de 2019

La desaparición de Catalina y el miedo en Copiapó


Salí del salón auditorio del Liceo de Música, que tiene una entrada independiente a la del mismo establecimiento y escuché a dos pequeñas como de primero básico que se invitaban a jugar, en las afueras de la puerta de entrada, donde está ubicado un baño. Miramos el pasillo y la reja de ingreso estaba abierta y una de ellas le dijo a la otra que hasta ahí no más, porque como estaba abierto, se  las podían robar. Estuve de acuerdo con ellas y me dediqué a mirarlas un rato, inevitablemente vigilante. Y es que esa frase prendió una alarma dentro de mí: cada día hay menos seguridad y a más corta edad. En tiempos de mi infancia, ninguna niña habría imaginado algo así.
No quiero latear con nostalgias del tipo todo era mejor antes, pero sí constatar que los niños y niñas podíamos irnos solos con toda tranquilidad a la escuela y ni a padres, profesores ó vecinas se les habría ocurrido que podrían robar a alguno. Desde hace rato que aumentando las distancias, los tacos y los horarios disponibles de madres y padres, los furgones han sido solución fácil hasta casi terminar la educación obligatoria. Pero lo de ahora es distinto.
Creo que tiene que ver con la desaparición de Catalina Álvarez,  una joven estudiante de un liceo que una noche del sábado fue a una fiesta, habló con su madre antes de tomar un taxi colectivo avisando que iba rumbo a la casa y luego de demorarse más de lo habitual para el tramo le contestó a su mamá llorando y diciendo que estaba amarrada. Desde entonces hay una búsqueda en la ciudad, los padres no han parado de pedir ayuda, la PDI está al parecer en lo suyo mientras las organizaciones feministas se encargaron de recordarle a la fiscalía con carteles que hay dos jóvenes más desaparecidas en el último año en la ciudad. Y lo último que se supo de una de ellas es que iba a tomar un colectivo.
Vivo cerca de Paipote y en el barrio antes las niñas salían jugar al parque del sector muchas veces  durante el día, en las tardes, los fines de semana, en grupos o solas. Una niña de 10 ó 12 años era fácil que cruzara de un sector a otro del barrio para ir a casa de alguna de sus amigas. A las más “libres” les daban permiso para ir en colectivo al supermercado de las inmediaciones, a la escuela o incluso al centro. Todo eso se acabó. Niños y niñas actualmente salen acompañados de adultos, madres, padres, custodiados desde que abren la puerta aunque sólo deban cruzar la calle. El regreso es igual. Es un cambio abrupto en el barrio y se siente.
Eso me recuerda que hace un tiempo atrás estaba de visita en nuestra casa una tía de mi marido, ella venía en ese tiempo desde Brasil y se asombró cuando en la mañana vinieron a buscar a mi hija y yo me despedí con un beso en la puerta dentro de la casa, ella salió corriendo al furgón y se fue feliz con su mochila a la espalda. Me comentó que eso era impensado en Sao Paulo, donde dejar a un niño que tome un furgón escolar solo un tramo tan pequeño puede significar un secuestro. Pensé que esa era realidad invivible y me pareció extremadamente lejana a la mía. Ya no tanto.
Puede que las redes sociales ayuden a aumentar esa sensación de temor, al seguir con espanto o empatía el dolor de esa madre que busca a su hija, que da entrevistas y que la comunidad no permite que como otras veces nos olvidemos de la tragedia. La inseguridad también de sentir que un colectivo, que es el medio de transporte usado frecuentemente en la ciudad por los ciudadanos de a pie, ya no es territorio seguro.  




lunes, 20 de mayo de 2019

El carrete en el río



Pareciera que es 1989. Entonces debo tener como diecisiete años. Veo mucha gente, jóvenes, es calle Atacama entre Maipú y Yerbas Buenas y la mayoría de quienes tienen esta edad se dan vuelta en círculos por esta vereda, haciéndole honores a la Papa di Prato, a la discoteque Cross, ambos locales que muy pocos definitivamente pisarán como rumbo final para su noche de sábado. Vestimos blue jeans, chaquetas de mezclillas, de cuero o cuerina, otros solo delgados chalecos para combatir el frío de la noche del desierto, varios de ellos tejidos en casa, con lanas de un solo color y sin grandes aspiraciones. Todos andamos en grupos. Nos paseamos de un lugar a otro, nos miramos de reojo si no nos conocemos o apenas nos ubicamos, nos saludamos de lejos, de cerca, de beso en la mejilla, de señal distante. Los que tienen mayores recursos se ubican más cerca de la Papa, los vemos entrar y salir del local hasta que después de las doce subirán a los jeep y autos disponibles y emprenderán una caravana fuera de la ciudad, a los callejones al otro lado del río, en ese peladero llamado el Palomar, a las dunas donde termina Copiapó por la salida norte, o a Viñita azul. Allá habrá fogatas, vino, cervezas, música a todo chancho, cigarros. Muchos cigarros.
Yo no iré a ninguno de esos lugares. Saludaré a mi prima y a sus amigas y a toda esa tropa proveniente de escuelas católicas más bien de lejos. He cambiado de grupo, consecuencia de mis nuevos amigos de militancias políticas, ellos se ríen más fuerte, algunos van en mi liceo, otros en el ETP, todos participan de la Federación de Estudiantes Secundarios, de las marchas, de los actos políticos. Opinan del mundo, de la revolución cubana, del plebiscito, de Pinochet y saben de muertos y desaparecidos. Llega también para nosotros la hora de tomar un destino y el rumbo es una botillería. Juntamos monedas y compramos unas cuantas cervezas y las emprendemos hacia el río.
Cruzamos la carretera. No pensamos en que alguien pueda asaltarnos, eso aún no ha ocurrido en Copiapó, es como un mito lejano que escuchamos ocurre en Estados Unidos, en los comics de Batman, en las películas, hasta en Santiago y en las noticias. Nuestro temor es algún vagabundo violento, pero por sobre todo la policía. Si nos llegan a pillar tendremos que correr, los que no alcancen serán brutalmente golpeados, quedarán con moretones, tal vez no se molesten en llevarlos a una comisaría y los tiren en alguna calle oscura, lejos. Pero eso nunca nos ha pasado. Esa posibilidad es solo un pensamiento, una mirada compartida antes de cruzar, un apretón en el estómago y a olvidarlo con un par de risas, porque no se debe vivir con miedo, hay que espantar esas posibilidades más que estadísticamente ciertas, porque a alguien le tocará irse de palos esta noche. Nosotros solo pensamos que somos afortunados, que tendremos buenas piernas o suerte.  Y que llegaremos a la hora comprometida a casa.
El río está lleno de totoras, las que movemos con precaución, hasta adentrarnos un poco y escondernos entre ellas. Aplastamos algunas para que haya más espacio y nos sentamos sobre el montículo que ha quedado. Otros con menos suerte se sacan la chaqueta, la ponen sobre el suelo y se sientan sobre ella.  La luna es generosa, las llaves sirven para abrir las botellas, los rostros de todos se distinguen claramente y comenzamos con la mejor de las historias para esa noche, mientras el par de cervezas se mueven entre los presentes. Alguien prende un cigarro. Otro, saca uno de marihuana. Se siente la corriente del río, suave, cuando alguien respira y luego tose. No sé de qué hablamos, pero reímos mucho. Alguien saca un carrete con hilo y dice que el carrete debe continuar. No paramos de reír.
Miro el perfil de mi amiga, más allá, un rostro de un chico lindo al que mejor miro poco. Tenemos el destello de la luz de la luna en nuestros rostros y es más que suficiente para esa noche. Nos quedan las ganas de cantar, alguien debe estar en alguna casa con una guitarra, pero no nos hemos enterado de ningún lugar a donde ir. No hay celulares, los teléfonos no están en nuestras poblaciones y son muy pocos los hogares abiertos a los que se puede ir de vez en cuando, no tenemos dinero para entrar a locales y ninguna fiesta anunciada, así que la forma de encontrar algo que hacer es esta: recorrer calle Atacama, encontrarse con gente y si sale algo ir, si no, siempre está el río. Y las calles que se recorren de noche, con el carné en el bolsillo por si nos detiene algún carabinero, nunca se sabe, si de vez en cuando les gusta entrar a fiestas, carretes o peñas y llevarse a todo el mundo sin ninguna explicación al calabozo, de donde solo sales rescatado por algún adulto responsable.
Las cervezas se acaban y buscamos más monedas. Una comisión de tres irá a la botillería por una más. Los esperamos sentados entre las totoras, la humedad empieza a colarse entre los pantalones, abrimos más las totoras a riesgo de enterrarnos en el barro, para que los chicos comiencen a tirar piedras tratando de hacerlas rebotar en el agua del río que apenas se siente correr. Alguien dice que donde hay una corriente, pero el intento es entretenido. A mi me gusta la luz de la luna reflejada sobre las aguas. Me quedo callada, sólo observando. A lo lejos vemos un destello de luz, seguramente hay unos cuantos grupos un poco más allá. Vuelven los amigos encargados de la compra y cuentan que estamos invitados a la casa de la chica Pola, que está en Copiapó.
Nos llevamos la cerveza para allá y partimos. También una advertencia: la camioneta blanca anda rondando. Es de unos CNI, acompañados de un Patria y Libertad.  No lleva patente. Son tipos brígidos de los que debemos cuidarnos. Eso lo sabemos perfectamente. A mí ya me han amenazado en pleno centro, una mañana de sábado delante de mucha gente, con algo así como que mi cara era demasiado linda, que no le fuera a pasar algo. A varios de nosotros esa camioneta los ha acompañado desde la salida de liceos, haciendo que la vuelta a casa resulte casi interminable. Y lo último es que le ha dado por seguirnos en las salidas de los sábados. La noche será difícil entonces, pero estamos advertidos y esa ya es algo. Todos debemos andar juntos.
Si pudiera hablarle a esa chica, a su amiga o alguno del grupo le diría que mejor se vayan a sus casas, que es peligroso, pero todos ellos ya lo saben, no les importa demasiado porque no están dispuestos a dejar de vivir y encerrarse en sus casas sólo porque es más seguro. Contarles a sus padres está fuera de toda posibilidad, significaría no más salidas, no más amigos y quizás qué menos, en nombre de la protección. Así que a ellos sólo les queda mirar la luna, abrigarse las manos con un poco de aliento y partir rumbo a la casa de la chica Pola, donde habrá más de una guitarra, seguramente una garrafa y canciones hasta el amanecer.
Caminamos con paso rápido, hasta llegar cerca de la Alameda, no nos encontramos con la camioneta. La puerta se abre y adentro saludamos con abrazos, besos, señas, hay un círculo amplio, todos sentados en el suelo. Nos acomodamos por ahí. Conversación inevitable es la camioneta, nadie se la encontró en el camino, lo que nos da tranquilidad, pero cada cierto rato un par de nosotros se asoma por la ventana para ver si alguien nos ronda.  El vino navegado está bueno, las canciones son en su mayoría de izquierda y no nos medimos para sacar la voz a pesar de la hora.
En mi casa, no me dejan llegar tan tarde, así que volveré mucho antes que el resto, acompañada por cierto de un grupo de amigos que me dejará en la puerta y les daré las gracias. Mientras ocurre el milagro de volver ilesa a casa un sábado en la noche, me concentro, casi como un ruego en que el maldito vehículo no encuentre a mis amigos esa noche, que todo estará bien.
A tantos años de distancia, pienso en aquellas que no la contaron, en aquella amiga que fue violada por los cenachos de la camioneta y que nunca me lo dijo, pero que su pololo una noche me lo confesó entre lágrimas. Ahora que puedo verlo con lejanía, me doy cuenta de la indefensión de esos jóvenes sin tener dónde denunciar, su intrepidez para adaptarse y elegir, así, esa vida, como venía, recorriendo las calles y el río de noche. No sé si decidimos ser valientes, demasiado tontos para entender a cabalidad todo el peligro en que estábamos rodeados o sólo era nuestra forma de ser libres y crecer en un mundo nada fácil.


lunes, 25 de marzo de 2019

Crónica del libro "Olas de Barro"


Un día como hoy, hace cuatro años atrás se producían estos hechos en un aluvión que a muchos nos marcó la vida. Comparto con ustedes esta crónica, parte del libro "Olas de Barro", la construí gracias al testimonio de Paola Correa Rodríguez quien en esa fecha era matrona del servicio de Neonatología del Hospital Regional San José del Carmen de Copiapó. 


En el Hospital Regional
Centro de Copiapó


Paola vivía en el sector de El Palomar, al otro lado del río, el fin de la ciudad hasta hace unas décadas atrás, pero al necesitar más terrenos para más viviendas, decidieron poblar ese sector. Algunos decían que cuando viniera una de esas grandes lluvias que se repetían después de varias décadas, se inundaría y habría un desastre por su cercanía con el río. Por esos días, habían rumores surgidos del pronóstico metereológico que las precipitaciones serían enormes, pero nadie  alcanzaba a imaginar un desastre como el que ocurrió.
Pero esta matrona que vivía con su pequeña hija estaba tranquila en El Palomar, había llovido fuerte durante toda la noche del martes, pero no se notaba a la hora de su salida ni por las calles, las casas, todo normal. Tenía que presentarse en el Hospital Regional antes de  las ocho de la mañana de ese miércoles 25, las clases en todas las escuelas y liceos estaban suspendidas, su hermana había trabajado durante la noche, por lo que decidió llevar a su hija al Hospital. Pero llegando al sector del río las calles comenzaron a cambiar, cruzar el puente fue difícil, y al otro lado la situación era dramáticamente distinta. Costaba avanzar de tanta agua que llevaban las calles, de color café,  autos contra el tránsito en cualquier lugar, cero semáforos. El auto avanzaba cada vez con más dificultad aunque logró llegar al estacionamiento habitual.
Salió del auto, siempre con su hija y al alcanzar  la calle vio un río torrente en vez del paisaje habitual. La tomó en brazos y le dijo que no se soltara por ningún motivo, acercándose al caudal,  pero la detuvieron los gritos de los trabajadores de la construcción que trabajaban en la eterna nueva etapa del Hospital, desde la otra orilla, advirtiéndole que no lo hiciera, porque bajaban piedras, que la corriente era peligrosa. Le pidieron que esperaran ahí, y dos de ellos cruzaron, las subieron sobre sus espaldas y así las cargaron jugando con el peso, la estabilidad y la suerte.  Todo salió bien y ya estaban en el hospital. Pisar esa otra calle le dio seguridad.
Cruzó la entrada y se dio cuenta que nada estaba bien. El agua le llegaba hasta las rodillas, y olía muy mal. El blanco del hospital ya no se veía. Al seguir caminando, con su hija tomada de la mano, se dio cuenta que  todo el primer piso estaba inundado, y a cada pasillo por el que avanzaba una de las alarmas sonaba diciéndole con voz robótica que el hospital ya no era seguro y había que evacuar. Se dirigió decidida hacia la sala de neonatología. Pero no encontró a nadie allí, se enteró que los colegas de la noche se habían encargado de trasladar el servicio al tercer piso, a la sala de pediatría.
Los ascensores no funcionaban. Así que habían tenido que llevarlos por las escaleras, aunque se trataba de bebés prematuros con enfermedades de gravedad, varios de ellos conectados a respirador mecánico, todos en incubadoras. Los habían trasladado entre varios, haciendo funcionar manualmente el respirador mecánico, en un trabajo difícil. Las incubadoras y el equipo de respiración no son livianos, ni fácilmente transportables y dependen de la electricidad. Miró el lugar, sacó algunos insumos que pensó harían falta, vio como llegaban un montón de soldados a ayudar, conscriptos, de caras jóvenes y subió con medicamentos y otros aparatos al tercer piso.
Al llegar se encontró con el turno completo. Y era muy difícil llegar hasta el hospital. Miró con asombro a una parámedico que venía de las cercanías de Paipote, donde estaban totalmente cortadas las calles,  pensando en lo  increíble de que estuviera allí, más aún porque tenía dos hijos muy pequeños. Paola tenía barro, no un poco, si no que estaba empapada y el resto del equipo humano se encontraba en condiciones muy similares. Tomaron conciencia que debían limpiarse para hacer su tarea.  Sabían que se trataba de  agua contaminada con los alcantarillados que estallaron en diversos puntos de la ciudad.
-Yo no pensaba que estaba sucia, aunque sabía que era agua con caca, sólo  en que teníamos que subir, sacar pacientes, tratar de salvar la situación lo mejor posible –me cuenta Paola, mientras conversamos en un café, en un día soleado, con la ciudad ya limpia, un año más tarde de los hechos. La miro y pienso que se ve “normal”, una persona con ropa limpia, peinada, maquillaje, de pelo negro y ojos expresivos y recuerdo que por esas fechas todos y todas lucíamos tan distintos, porque no había forma de salvarnos del barro, entonces la presentación personal era simplemente terrible.
Tuvieron que bajar a buscar medicamentos o instrumentos, varias veces. Se ponían bolsas de basura para entrar al barro. En el primer piso también funcionaban la urgencia, la sala de esterilización, la UCI, UTI, pabellones donde se operaba, la lavandería y otros tantos. Los dos pisos subterráneos donde estaban los generadores estaban completamente inundados. Los pacientes habían sido trasladados en tareas titánicas.
Paola miraba por las ventanas del tercer piso y en la calle seguía bajando con furia torrentes de agua y barro, y el exterior y el patio interno del hospital se veían café. Estaban rodeados. Aislados. Pero logró encontrarse con su hermana, quien le aseguró que llevaría a su hija a salvo a su casa, donde la cuidaría hasta que lograra volver. Se abrazaron y luego se fueron. El tiempo pasó rápido, y las cosas no mejoraban.
-Nos informaron que el agua se iba a cortar, a veces teníamos luz, otras no, perdimos el generador, el oxígeno se nos estaba acabando y teníamos pacientes dependientes de él. Esos pacientes iban a fallecer. Entonces buscamos estrategias para salvarlos a todos. Tuve mucho miedo, pero trataba de mantener la calma –me cuenta Paola con tranquilidad.
Los problemas seguían. Les avisaron que no tenían comida ni siquiera para los pacientes del hospital, y que el agua se iba a terminar en cualquier momento.
- A nosotros nos dijeron que íbamos estar encerrados en el hospital hasta que alguien apareciera, no nos podían sacar. Afuera la situación estaba cada vez peor.
La coordinadora los llamó a una reunión. Paola, a cargo de la unidad  de neonatología, junto a todos los responsables de los diversos servicios, enfrentando la situación. 
-No teníamos como sacar pacientes, se vieron distintas opciones, que los trasladáramos por helicópteros, pero no se podía. A pesar que estábamos tan cerca del regimiento, donde veíamos que llegaban los helicópteros pero no tenían acceso a nuestro Hospital porque el helipuerto no funciona, les faltó hacer una escalera  o  un ascensor, sólo llegan hasta el séptimo piso  y después no se puede subir con los pacientes.
Saliendo de esa tensa reunión, Paola convocó a su equipo. Una pequeña sala los albergó. Eran como las siete de la tarde, se detuvieron unos momentos a mirarse, a sentir. Paola les contó cómo estaba la situación, algunos lloraron, hablaron del gran compromiso con los pacientes.
-Yo creo que uno se siente como mamá de las guaguas, papás y era como una gran pesadilla. No sabíamos qué hacer -cuenta Paola.
La coordinadora les comunicó que la Clínica Atacama podía recibir a los pacientes más graves del Hospital. La mala noticia es que la única forma de hacerlo era por tierra, junto al personal, y la ayuda que tenían del ejército, en sus camiones. 
- Nuevamente entramos en pánico. Era ir a las calles que estaban completamente inundadas con lo riesgoso que podía ser para los pacientes y para nosotros. Nuevamente entramos en conflicto. Yo, en algún momento, no quería salir del hospital porque tenía miedo que me pasara algo y pensaba ¿qué pasaría con mi hija?. Pero como jefa del turno sentí que tenía que dar el ejemplo. Sentíamos que era mucha responsabilidad y que teníamos que tomar medidas para hacernos cargo de nuestros pacientes y no le podíamos decir a una madre que se nos iba a acabar el oxígeno y que sus hijos iban a fallecer por ese motivo. Por eso nosotros aprobamos esa decisión de salir del hospital.
Así que Paola comenzó a organizar el traslado. Una matrona y dos paramédicos irían con ellas, otros se quedarían con los pacientes que continuarían en el Hospital. El movimiento comenzó cerca de las once treinta de la noche.
-Nos trasladamos en camiones militares. Fue súper complejo. Bajamos incubadoras por escaleras y sin luz por tres pisos. Las incubadoras pesan 200 kilos,  tuvimos gente que nos ayudaba, voluntarios, también los militares nos colaboraron harto.
Los voluntarios fueron gente que apareció en el hospital espontáneamente, al saber la situación en que se encontraba. Se les veía sin zapatos, la mayoría de ellos y ellas con las marcas del barro seco en sus pantalones, dispuestos a ayudar al personal a subir a los pacientes en camillas que se hacían eternas por las escaleras, limpiar, trasladar cosas, poniéndose a disposición de quien les solicitara ayuda.
-Eran como ángeles que aparecían en esos momentos, gente anónima, no les pagaron ni tuvieron ningún reconocimiento por la gran ayuda que prestaron. Uno de repente los veía durmiendo en el suelo –recuerda la matrona.
Llegó el director del Hospital a supervisar el traslado. Miró la incubadora, luego la bomba de infusiones, el ventilador mecánico, el equipo de oxígeno y luego al equipo que preparaba todo. Se acercó a Paola y le preguntó:
-¿Todo esto es un paciente?
- Sí.
-No puede ser, todo lo que tienen que trasladar por cada uno de ellos.
Con las bolsas de basura puestas en los zapatos del personal, los voluntarios descalzos y los militares con sus botas, comenzaron a bajar coordinadamente por las escaleras oscuras. Alguien pisó la bolsa de Paola y cayó, rodó un poco por las escaleras produciendo todo una emergencia por su salud y la de la guagua, porque había dejado de darle respiración manual. Paola logró levantarse y retomar su función, y continuar bajando, sintiendo la respiración y el corazón de esa pequeña. Otro equipo venía con una segunda incubadora, unos minutos más atrás.
El equipo llegó al patio, tal vez sintieron el alivio de una primera tarea cumplida. Al intentar subir la incubadora se dieron cuenta que no cabían en el camión. Nuevos momentos de tensión y una decisión arriesgada: sacaron a las guaguas de sus equipos, las tomaron en brazos y las envolvieron con frazadas, mientras Paola continuaba con la tarea de hacer funcionar manualmente el sistema respiratorio. Así subieron con la ayuda de los conscriptos a un camión oscuro, porque no había ni el más mínimo tipo de luz en su interior, frío, acompañados de los soldados.  Partió el motor y el camión se movía lentamente, tratando de salir del barro del Hospital al flujo de agua y barro que continuaba bajando por las calles.
Dos cuadras más allá el camión paró. Los vecinos del sector habían puesto obstáculos impidiendo totalmente el tránsito, con el fin de que jeep y camionetas cuatro por cuatro –algunos en afán de cierto turismo de la desgracia- no salpicaran barro y les inundaran más sus hogares. Los militares primero, y después Paola tuvieron que bajarse y explicar a los indignados vecinos del sector que era de vida o muerte, y que debían pasar. Finalmente les abrieron paso.
El soldado le dijo a Paola que no mirara por la ventana. Ella pensaba en no desconcentrarse, no perder el ritmo de la ventilación, abrigar a la guagua, constatar que seguía viva. No temer a lo qué se veía por esa ventana. No asomarse, aunque el camión se ladeara y a ratos pareciera que se iba a ir en el cauce flotando, como una más de las tantas cosas que se habían sumado a ese fluir. El sonido del caudal era fuerte, y matronas y paramédicos intercambiaron algunas nerviosas palabras sobre la estabilidad del vehículo. El trayecto era difícil pero al mismo tiempo corto, no más de un kilómetro y medio de distancia, que en circunstancias normales habrían recorrido en cinco minutos, pero que en las actuales no tenían ninguna noción de cuánto había durado.
Una enfermera, paramédicos preparados con todo tipo de equipos estaban esperándolos en el estacionamiento. Paola bajó con la guagua en los brazos, con cuidado, ayudada por los paramédicos que inmediatamente procedieron a arreglar la entubación del bebé, ya que venía en mal estado. La enfermera abrazó a Paola y se puso a llorar.
- Yo tenía barro hasta en el pelo,  me trataba de limpiar, creo que estaba choqueada. De verdad pensé que se iban a morir pacientes en el traslado, podían fallecer pero sino los trasladamos iban a fallecer. Habían probabilidades de que algo saliera mal. Como la guagua que llevaba en brazos que se le salió el tubo endotraquial, por el camino. Nosotros llevábamos todos los insumos para atender a nuestros pacientes en el camión, pero un militar amablemente tomó la caja de los insumos y los tiró a una ambulancia militar, nunca supimos cuál era. Sentía que era mi responsabilidad porque cuando me caí  traccioné el tubo y lo pude haber desplazado.
Pero todo salió bien, aunque el traslado terminó pasadas las tres de la mañana. Los padres se enteraron después, varios eran de lugares aislados como Tierra Amarilla, donde por esos días no existía camino alguno que les permitiera llegar. El destino en la clínica era transitorio, porque irían a Santiago vía aérea, ya que les habían dado los cupos en centros asistenciales de la capital. Eso les ayudaría a resolver patologías que en la zona no se abordan, como operaciones al corazón o una hernia en el diafragma. Les cuesta bastante, en circunstancias normales, obtener ese cupo ya que los centros asistenciales de la capital no dan abasto a la demanda de su propia zona.
Paola se quedó en la clínica esperando a los otros pacientes, porque tenía que empezar a armar los cupos con todo el papeleo administrativo, y contarle a padres y madres  lo sucedido.
En el hospital, hubo un cambio de camión que permitió que ingresara una incubadora,  en la que trasladaron a tres bebés juntos, le conectaron oxígeno y llegaron con más seguridad a destino. Los problemas mayores fueron con la otra guagua conectadas a ventilador mecánico.
Paola y todo su turno completó 24 horas trabajando, sus reemplazantes, una matrona y dos paramédicos llegaron a la clínica a hacer el cambio, en parte gracias a que algo había bajado el barro y era más posible transitar.  Como les habían dicho que trabajarían hasta que alguien llegara a reemplazarlos,  fue emocionante el encuentro.
- Cuando la vi tenía ganas de llorar y la abracé, era como decirle gracias por aparecer y hacer el sacrificio de llegar – recuerda Paola- después como grupo nos abrazamos, con ganas de llorar y era por la reacción que ellos tuvieron cuando dijimos no, hay que salir, y  eligieron hacerlo, cuando de primera todos teníamos miedo, nadie quería. Sentía que estaban súper comprometidos con los pacientes, que los priorizamos más que a nosotros mismos.