domingo, 20 de septiembre de 2020

18 en pandemia


Es 18 de septiembre. En realidad 19, para ser más exacta. Es que estos días celebramos las fiestas patrias y uno generaliza con lo del 18. Estar “endiciochado”, se dice, por ejemplo, de quien se ha dedicado a asados, empanadas o bebidas alcohólicas abundantes en este período en que casi nadie trabaja en Chile porque estas fechas se transforman en unas pequeñas vacaciones, propiciado por las escuelas y universidades y variados tipos de empresas que cierran sus habituales cortinas hasta por una semana entera los más patriotas.

Pero este año es distinto porque estamos en pandemia.

En los tiempos de normalidad, caminar en estas fechas por las calles de mi ciudad era escuchar cumbias, alguna que otra cueca, reguetón, trap, oler el humo proveniente de las parrillas con sus respectivas carnes asadas. No exagero. Puede faltar la música, pero el humo acusaba casa tras casas que es hora de fiesta, de reuniones de amigos, amigas, familiares en torno a la parrilla. En las poblaciones y en los barrios de clase media es así, aunque ignoro cómo ocurre en las clases acomodadas, parece que los de allá no viven en Copiapó. Esos hace siglos que se marcharon.

La gente acudía a las ramadas, improvisados negocios que armaban con palos, planchas de maderas o latas sobre el principal parque de Copiapó, donde vendían cazuelas de ave, costillar asado, fierritos y carne a las brasas, además de algún puesto Colla donde el cabrito hecho a la usanza de la cordillera y el cordero siempre destacaba. Desde allí esparcieron como un virus sus churrascas -especie de pan plano hecho a la parrilla con fuego suave- que se volvieron infaltables en todo paseo público, fuente de sustento de mujeres que las venden en algún parque, plaza o recodo del camino.

Ahora el parque está cerrado y en remodelación.

Recuerdo el año pasado. Fuimos en familia a encontrarnos con otros familiares. Caminamos entre la gente, en medio de un poco de polvo que no alcanzó a molestarme. Tomamos un terremoto, en vaso bien grande, de medio litro y con vino dulce de la viña Fajardo, ese es mi favorito, con granadina y unas cuatro bolitas de helado de piña. De la misma viña ubicada unos callejones de distancia de nuestra casa, que nos abastece cada 18. Para mi hija, ofrecían reemplazando el vino con bebida gaseosa.  La variedad de este tipo de tragos es amplia, agregándole otros licores de mayor graduación, que le han dado fama de “pillador”, claro y eso que los chilenos estamos acostumbrados a los movimientos sísmicos. Un terremoto no nos hace perder el sentido.

Ese 18 el espectáculo comenzó temprano. Pude ver a los Walitrokes, conjunto local, sonaba bien esa combinación de rock con percusiones, brass y bases andinas. Más tarde, después de unas churrascas, conversa, saludos con tanta gente que te ibas encontrando, abrazos incluidos, nos situamos en un lugar lo más cerca posible del escenario, pero no había mucho espacio. Parecía que toda la ciudad estaba allí. Tanto que cerraron las puertas. Entonces aparecieron Los Jaivas, ese increíble grupo que lleva más de cuarenta años mezclando la guitarra eléctrica con los ritmos nortinos, cantando alturas de Machu Pichu, el poema de Pablo Neruda, como un himno, como ese Todos juntos que en ese minuto tomaba más sentido, mientras un ahora más amigo, de pronto mi vecino en el menos de metro cuadrado que compartíamos me ofrecía de lo que tenía, un vaso con terremoto, cerveza o piscola, ya no recuerdo. Yo me dejaba llevar por la música, por la batería de Juanita Parra, por la nostalgia ante la ausencia del Gato Alquinta en las notas más altas, un tanto apretada en esa marea amistosa cantando “amor se nos va la vida” como si de verdad se me fuera la vida en cantar con ellos.


Como casi siempre, terminé muy cerca del escenario. Recuerdo que me sentí privilegiada de estar allí en ese momento, contenta, en el final de esa fiesta colectiva llamada dieciocho. Hoy lo recuerdo desde mi casa, en familia, sin todos esos amigos, amigas, conocidos, rostros queridos circulando. Me pregunto si volveré a tener momentos como ése. Con tanta compañía. De formar parte de una masa.

No puedo quejarme, ha habido asados en casa, terremotos, hasta un encuentro vía zoom con los amigos del taller literario y video llamadas con familiares y amigos más cercanos. He disfrutado del relajo y de una natural alegría, a pesar de que brindamos por quien ya no está con nosotros. Sobrevivimos en medio de este escenario en que la incertidumbre se ha vuelto más presente cuando es mejor no pensar, no proyectar, concentrarte en cada día y respirar porque estamos vivos, con trabajo, alimentos, bastante sanos. Aunque no sepamos como será el próximo dieciocho. Sólo espero que haya alegría y suficientes terremotos.



Gracias a las bellas fotos de ese recital de Javier Altamirano.


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