Levantarse es tan distinto desde
que entramos en cuarentena. Cada día me despierto y el no salir, hace que los
días sean tan parecidos. Algo está quieto, amenazante, allá afuera, sólo que
falta la música de fondo, la misma que en las películas de terror te avisa que ya
viene. Pero no viene. O parece que no. Sólo al medio día, cada día, el
Ministro de Salud cuenta los contagiados, los muertos, los recuperados.
Al quedarme en casa, entendí que mi
labor como periodista era pasar a modo online, traspasando las tareas de la
fundación cultural en la que trabajo a los sitios institucionales y redes
sociales que poseemos, al mismo tiempo que difundimos medidas de prevención e
información útil para este escenario. Y me hice rutinas para funcionar, señales
de ruta para no perderme en la sensación de que algo de esto no es tan real
como cuando salíamos a la calle. Una de ellas es leer muchos medios de
comunicación, primero de la zona, después los nacionales, luego España para
volver a aquellos que tratan en forma más global a Latinoamérica. Dejo los
columnistas y pensadores para la tarde o la noche, es decir mi tiempo libre.
Rara vez prendo el noticiero en la televisión en la noche, porque ya quiero descansar.
Es que las noticias son bastante malas por estos días.
He visto charlas y leído presentaciones
respecto a cómo contribuir desde las comunicaciones a este período en el que no
tenemos referencias, más que las de Shakeaspeare encerrado escribiendo durante
una peste, la de “La máscara de la muerte roja” escrita por Poe seguramente de
oídas, pero en este siglo o en el pasado no habíamos escuchado relatos de
nuestros padres o abuelos de que por un virus la única solución fuera quedarse
en casa y tantos al mismo tiempo. Encerrados. Semiparalizadas las ciudades y el
comercio. Aunque en Copiapó, según me dicen, todavía hay porfiados que caminan
por los parques, la plaza y comercios no indispensables que abren. Mi vecina
trabaja en una multitienda en pleno centro de la ciudad para una empresa de
telefonía celular y me cuenta desde la reja que los fines de semana está lleno.
No sé por qué ese retail está abierto, si los malls y centros comerciales están
todos cerrados. Será porque la cuarentena no es obligatoria, después que el
decreto municipal fue desacreditado por la contraloría argumentando que en
época de catástrofe sólo el jefe de zona -militar por cierto- puede tomar esa
decisión. El toque de queda sí lo es.
No tenemos experiencia en esto de
estar encerrados. Y sólo en las miles de películas distópicas o en aquellas que
advertían de alguna catástrofe tipo apocalipsis zombi o plaga habíamos visto
algo así. Cuando nuestra normalidad se detiene abruptamente. Queremos
aferrarnos a algo, que nos recuerde ese antes y ahí está internet y sus
múltiples opciones, que ya practicábamos pero ahora es diferente. Seguimos viviendo socialmente a través de las redes
sociales. También usamos el celular para llamar a los más queridos, saber cómo
están, acompañarnos. En la oficina hacemos reuniones virtuales. Mi hijo tiene
clases de la universidad a través de una plataforma donde el profesor pasa
lista mirando la pantalla. Mi hija extraña las visitas de las amigas y las
salidas al mall, pero por lo demás en su pieza tiene su centro de operaciones con
su smartphone, usando pantallas o chat, habla con sus amigas y amigos, a veces
grupalmente, juega de vez en cuando en el computador familiar, mira y aprende
con una habilidad que a mí me admira, bailes en tiktok pero sin nunca publicar
uno propio. Si sus profesores fueran más avezados en la tecnología, sin
dificultad seguiría clases virtuales, pero sólo ha recibido guías a responder.
Para ella, lo online es parte de su vida.
Recuerdo que me llamaba mucho la
atención como se saludaban con las amigas al encontrarse durante el verano. Con
un beso en la mejilla, a veces un abrazo, expresión de alegría en la cara y
seguían de largo. En mis tiempos de juventud -y aún hoy- los amigos y amigas parábamos un buen rato
a conversar, preguntar que ha sido del otro. Pero en su generación sólo se miran,
se rozan brevemente y siguen de largo porque la conversación la dejan para el
whatsap o el Instagram.
En esta pequeña ciudad, en la que
los memes bromean respecto a que “dicen que Copiapó es feo, sí, lo es, no
vengas” respecto a críticas que normalmente irritan a la gente de acá, pero que
ahora no nos molestan. Sin embargo, la riqueza presente en la cordillera hace
que trabajadores del sur del país, incluso provenientes de zonas con cuarentena
obligatoria y cordones sanitarios sigan viniendo, a pesar del tímido “por
favor” del ministro de minería y del intendente de la zona solicitando a las
mineras que detengan esta circulación en tiempos de pandemia. Pero los buses
especiales no han parado ni los salvoconductos para esos trabajadores fundados
en razones laborales. Porque a las mineras transnacionales nunca les han
gustado los mineros de la misma zona.
Aquí, la pandemia aún no se ha
expandido. Las cifras oficiales hablan de seis casos positivos en la región, ahora
que estoy escribiendo en el mes de abril, sin muertos y con un laboratorio en
el territorio procesando los exámenes. Pero no podemos confiarnos y gran parte
de la población que puede hacerlo, está en sus casas.
Leo una columna de un astronauta
con sus consejos para mantenerse encerrado. Recibo un informe sobre la falta de
suministros para el sistema de salud para cuando venga el peak del brote, es
decir lo peor y da susto. Veo gráficos con las curvas, la logarítmica que nunca
antes había conocido con los contagios y está un poco mejor para el país mientras
la del tiempo de duplicación da una tranquilidad relativa con un 7,1 días,
cuando antes era de 3. La cuarentena está ayudando.
Hago un curso con una cronista
argentina, planificado desde antes. Casi no tengo tiempo libre porque tengo
muchos quehaceres, trabajo desde casa, hago informes, redes sociales, varias tareas
de casa aumentadas con el protocolo europeo, tranquilizo a mi octogenaria madre,
comparto con mis hijos, mi pareja, trato de cada día hablar con algunos de mis otros seres queridos que están encerrados en sus casas.
Pero siempre llega la noche. He visto
muchos procesos de negación. Es esa incapacidad para ver y procesar algo,
porque es muy doloroso, porque te da miedo, porque no estás preparado. Entonces
tu cerebro no lo ve, o hace como que no está ocurriendo, para seguir en la vida
como te acomoda, no como en realidad es. Algo de eso supongo que hay en esa
sensación de irrealidad que tienen estos días, en esa gente que sale como si
nada pasara o como que el coronavirus no lo va a alcanzar. A mí no me alcanza para negar, pero sí para
evadir y cada noche mi receta es una serie tan apasionante que me olvido de
todo. Hasta que al día siguiente despierto y constato que el virus, como en el
cuento de Monterroso, aún sigue ahí.
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