—Vaya a trabajar no más señora, yo le
doy permiso -con estas palabras un juez le permitió a Luzmira Ponce Ledezma
tener una vida económica independiente de su marido.
No podía tener una cuenta en el banco
a su nombre, tomar decisiones propias, pedir permisos legales, contratar gente,
porque todo eso debía aprobarlo el marido. Por eso, ella se había ido a
quejar ante el representante de la ley. Ella siempre había ganado el dinero
para sostener a la familia, trabajando a la par con su marido o sin él. Todo
quedaba en la sociedad conyugal.
Su marido no quería que su mujer se
fuera a los cerros, con sólo hombres que harían el trabajo. Además todos
decían, por aquellos años, que las mujeres traían mala
suerte, provocaban derrumbes y tragedias en el cerro. Dichos de
gente supersticiosa, decía ella, para dejar a las mujeres en casa.
Con el permiso del juez, se zanjó la
discusión y la Justicia le dio libertad para comenzar a hacer su destino de
forma más fácil. Era la década de 1940 en Chile, época en la que, en general,
las mujeres dependían de sus maridos y no había ninguna en minería. Perdón, me
rectifico, había algunas: las que trabajaban como cantineras, es decir, hacían
la comida de los hombres en el cerro.
Pero a cargo de todo, ninguna. Salvo, mi abuela.
***
El matriarcado
Pasaron muchas cosas en mi vida,
hasta que siendo una periodista madura, decidí escribir sobre ella. Mirar más
allá del retrato que siempre estuvo en mi casa y lo que normalmente decían de
ella. Porque mi familia paterna era un matriarcado, claramente, donde ella
reinaba.
De los años anteriores a este juicio,
sólo sé algunas cosas. Algunas relatadas por mi padre, mis tíos, algunos primos
que convivieron con ella. Por ejemplo, estuvo en las salitreras, en el interior
del desierto, el norte grande como le dicen. Allí nació mi padre y la mayoría
de mis tíos y tías.
Sus certificados de nacimiento dicen
fechas distintas a las que ellos recuerdan como sus cumpleaños, ya que la
familia tuvo que juntar el dinero suficiente para viajar al pueblo más
cercano, Tocopilla, donde estaba la oficina del registro civil para
inscribirlos como ciudadanos chilenos.
Tiempo de escritura
También me contaron que escribió a
mano una biografía de Luis Emilio Recabarren, fundador
del Partido Obrero Socialista y de la organización de los trabajadores, que
vendía como una forma de legado para que esa historia no se perdiera. Esto me
lo contó Raúl, uno de sus nietos, mi primo, con nostalgia de no tener uno de
esos cuadernillos. A él le gustaba visitar a la abuela, así que disfrutó de
largas conversaciones con ella, en la que le contó el peregrinaje de la joven
familia hacia el desierto, en barco.
Ella se encontró en plena cubierta un
rollo de billetes, amarrados con un elástico. Pensó en sus hijos, lo recogió y
lo guardó en su sostén. Fue la comida de varios días, que les ayudó a llegar a
destino, a la promesa de un trabajo estable en la pampa, a instalarse en esas
casas hechas de latones, donde el calor arreciaba tan fuerte, el sol es
enceguecedor desde temprano y el frío en las noches llega a los cero grados
celcius.
«Un obrero al que le pagaban con fichas»
El trabajo del abuelo era duro, inhumano
y lo único que aseguraba era el hambre de la familia. Un obrero al que le
pagaban con fichas, que sólo se podían gastar en las pulperías propiedad de los
mismos dueños de las salitreras, los ingleses. Negocio redondo para ellos, a
costa de los mineros. Las mujeres se dedicaban exclusivamente a las labores de
casa. Por todo eso, Luzmira conspiraba. Por eso, escribía sobre Luis Emilio Recabarren, el que
había organizado a los pampinos. Y porque cada cierto tiempo les llegaban
noticias de obreros y sus familias acribilladas cuando se rebelaban y pedían
algunas mejoras en las salitreras vecinas.
Cuando fue la crisis del salitre y cerraron
gran parte de las faenas, la familia se instaló con sus seis hijos en Copiapó.
Era alrededor de 1931. Nunca más volvieron a trabajar “apatronados”. Este viaje
de 500 kilómetros al sur les permitió habitar un norte más amable, donde el
desierto se matizaba con un valle fértil, en una ciudad rodeada de cerros y un
río que le daba vida pero donde la minería, especialmente del oro, era una
posibilidad. Un lugar que en el siglo XIX impulsó el desarrollo del país
gracias a uno de los yacimientos de plata más grande del mundo, pero que dejó a
su paso algunos signos de progreso y la costumbre de salir a buscar la veta que
podía cambiar para siempre la suerte.
Fiebre de oro
Estuvieron un tiempo en Inca de Oro,
un pequeño pueblo ubicado a 100 kilómetros al noreste de Copiapó, sobre un
llano del desierto donde escasean los árboles, las casas suelen ser de latones
o adobes de barros y las calles de tierra. Allí, el abuelo estuvo en las minas
durante la fiebre del oro. En ese momento, ella aprovechó para fundar un
cine, como me enteré una vez escuchando una entrevista hecha a mi padre con el
fin de rescatar esa historia. Se trataba de un telón grande sobre el cual
proyectaban películas, con sillas para que la gente se sentara. Los hijos la
ayudaban. Imagino las películas antiguas y a la gente entrando al lugar cuando
caía la noche, desafiando al frío del desierto. Algunos enfrentándolo con un
chaleco, un paletó, un cigarro o bebiendo un poco de aguardiente o vino.
Después volvieron a Copiapó y
vivieron de lo que producían con un pequeño trapiche. Eran dos piedras grandes
que aplastan las rocas, girando una y otra vez sobre un eje, luego hacían el
proceso de juntar el oro con mercurio y ácidos, para entregarlo a sus clientes.
Mi abuela ayudaba, trataba con los mineros que llevaban el mineral, limpiaba,
ayudaba a llenar los sacos. Vivían en lo que en ese tiempo se consideraba un
lugar fuera de la ciudad. Hoy a sólo diez minutos del centro en vehículo, pero
para ellos tan lejos, ya que usaban carretas para llegar al lugar hasta que por
fin llegaron los automóviles. Cuando este negocio se puso insostenible, mutó a
una hostería en pleno centro de la ciudad. Una muy modesta, por cierto.
Asociación Minera
En 1948 mi padre y mi tío Mario,
egresaron del Liceo de Hombres de Copiapó. Mismo período en que se abrieron las
universidades para los estudiantes pobres. Entonces mi abuela los mandó a
estudiar.
—Vayan a estudiar derecho. El pueblo
necesita abogados -les dijo y ambos partieron a la capital, donde estaba la
Universidad de Chile, a 800 kilómetros de distancia y con muy pocos
recursos.
En esa época, Luzmira estaba
completamente separada de su esposo. El abuelo terminó trasladándose a
Santiago, siguiendo a los estudiantes. Ella continuó en Copiapó, se hizo
integrante de la Asociación Minera. En ese entonces, formó parte de la demanda
porque el Estado creara una empresa de compra de los minerales, a precios
justos y con métodos de muestreos confiables. El 5 de abril de 1960 lo lograron
y ella comenzó a vender allí sus minerales, al mismo tiempo que se transformó
en una dirigenta de la Asociación de Mineros de Copiapó.
***
Recuerdos
Yo no la conocí tanto. La recuerdo
morena, de rostro alargado y muchas arrugas, orejas grandes, ojos cafés, pelo
totalmente blanco. Murió cuando yo tenía 10 años y a pesar de sus ochenta, no
recuerdo haber visto la fragilidad de la vejez en ella. Me parece que era una
mujer alta, con rasgos indígenas, diaguitas tal vez, si me apuran. Nació hace
dos siglos atrás, en 1899, en Tocopilla, según su certificado de nacimiento. No
era una abuela cariñosa, que cocinara dulces y se dedicara a la limpieza o a
cocer. Usaba siempre vestidos o faldas largas cuando no estaba de moda. Siempre
utilizó su apellido de soltera en tiempos en que las mujeres lo perdían para
llevar un “de”.
Los copiapinos
De niña, visité muchas veces su casa,
la que quedaba al otro lado de la línea del tren, de hecho, estaba a sólo pasos
de la línea férrea. Ese era el límite entre los copiapinos “en progreso” y la
pobreza. Por el sector de mi abuela, las calles continuaban hasta que los
cerros lo impedían. Todas sin pavimentar, ni red de alcantarillado, aunque sí
de agua potable. Por allí las casas eran distintas unas de otras, algunas
notoriamente precarias, construidas a la medida de las posibilidades de
sus habitantes. En el centro, en cambio, había casonas antiguas, con su porte
decimonónico y viviendas modernas construidas en serie.
Pero ella no era pobre. Tenía una
vivienda hecha de adobes -ladrillos de barro y algo de paja-, que no se notaban
ya que estaban revestidos con cemento y pintados a la manera de las casas del
Copiapó que se modernizaba. El piso era de madera, un patio gigante en el que
cabía tranquilamente un camión y un auto y aún quedaba mucho espacio. Su casa
era espaciosa y hecha de una manera diferente a las poblaciones construidas en
cemento, ladrillo o bloques del centro de la ciudad. Tenía la sensación que mi
abuela sí estaba al otro lado.
Al otro lado del mundo que conocía y en el que crecí. Y me costó años descubrir
por qué.
***
1978.
Recuerdo que de niña, algunas veces acompañé a mi padre y a mi abuela a dejar
víveres a los mineros en el cerro. Hacíamos las compras en el supermercado,
llevábamos las cajas al camión, nos subíamos y dejábamos atrás la ciudad. A los
pocos minutos seguíamos por caminos de tierra que nos hacían saltar en el
asiento, a veces de una manera extremadamente brusca. Ella nunca condujo, tenía
para eso un hombre de confianza que la llevaba a todos lados en su camión
verde, para mí gigante. Veíamos cerro tras cerro, los de mi tierra: sin ningún
árbol, ríos, ni animales. Con el cielo eternamente azul intenso y rara vez una
nube.
Ella conversaba con mi padre
Gahona, el chofer, metía con fuerza
los cambios de marcha, uno tras otro. Nadie en el camino. No había ninguna
construcción a las lomas de los cerros, ni signo de que había mineros habitando
el lugar. De vez en cuando, veíamos algunas piedras y cemento, señalizando una
mina. Dimos varias vueltas más, hasta que llegamos a la mina de la abuela. Allí
un par de hombres bajaron del cerro a saludar.
Luzmira se bajó con agilidad del
camión y subió sin jadear. Mi padre y yo la seguimos. Los hombres se encargaron
de bajar los víveres. El viento siempre se sentía fuerte por allá, soplaba en
los oídos, el sol quemaba más fuerte que en la playa. Entramos a la
mina.
—Este es un pique, no te sueltes de
la mano de tu papá, porque es peligroso caerse ahí -me dijo al entrar. Nos
pusimos cascos, que yo sólo podía mantener puesto afirmándolo con una
mano.
Seguimos a un minero, con su lámpara.
Apenas me asomé al pique, un agujero profundo, donde sobresalían las escaleras
que permitían subir y bajar a los mineros. Tenían un carro metálico, que
llenaban de mineral, con rieles que les permitían conducirlo. Mi abuela
conversaba con los mineros. Mi padre tomaba algunas piedras, las miraba y
rescató algunas para analizarlas en casa.
Salimos. Afuera la luz era cegadora.
Cuando recobré la capacidad de mirar observé el campamento. Eran tres piezas de
madera y un espacio exterior techado. Allí dormían los mineros y comían.
Me impactaron sus tablas sin lijar, cero pintura, camas bastante cercanas, piso
de tierra donde se veían y se sentían las piedras. Afuera estaba el tambor del
que sacaban el agua, tapado con una tabla, al lado una mesa seguramente hecha
por ellos mismos, con un mantel de ule y bancas de palo, las mismas maderas que
unos metros más allá se arrumaban. Tenían un brasero donde reinaba una tetera
tiznada completamente negra. Cada minero tenía su tacho, una jarra de metal
donde tomaban el sagrado té. Todo tan distinto a la vida en la ciudad.
Una mujer madura, que me saludó
cariñosamente, era la encargada de cocinar.
Cuando la visita terminó, nos subimos
al camión, pero ahora con un minero que le tocaba bajar, y volvimos a la
ciudad.
***
Dolor en la «cancha»
Mi abuela conoció muchos dolores. Sé
de uno que marcó para siempre su vida. Algo escuché de niña, alguna vez, pero ninguna
de las personas con las que fui hablando a través de los años relataba este
momento, tal vez ese intento humano de no recordar lo malo. Hasta que Cristina
Grez, su nieta, me lo contó. No tengo certeza de si ocurrió en 1937 o
1938.
Fue en la quebrada Jesús María,
ubicada 15 kilómetros al sur de Copiapó, en una mina que estaba trabajando el
matrimonio. Ella quiso ir, estaba conociendo los secretos del oro. Llevó a
“Ernestito”, su último hijo. Tenía cerca de ocho años y era apegado a la madre
y al montón de hermanos, algunos mayores, que lo querían como se ama a esa
guagua que llega a alborotar el ambiente y a conmover los corazones El padre le
dijo que lo dejara en casa.
Estaba trabajando afuera de la mina,
en la “cancha”, un terreno plano donde los mineros apilan las piedras
seleccionadas extraídas del interior del cerro, cuando escuchó un estruendo que
le paralizó el corazón. La mina había cedido. Es decir, los tablones que
sostenían el hueco que dejaba la extracción no soportaron más y cayeron.
El final de un matrimonio
Y Ernestito no estaba a su lado.
Corrió a la entrada. A los pocos pasos chocó con un muro de piedras en medio de
una nube de tierra. Comenzó a sacarlas, a tirarlas con fuerza hasta que unas
rocas gigantes la detuvieron. Gritó con todas sus fuerzas, pero estaba
sola.
Bajó corriendo el cerro hasta tomar
el camino de tierra y siguió gritando por si alguien la escuchaba. Subió varios
cerros donde se divisaban instalaciones mineras buscando alguien que la
ayudara, pero no encontró a nadie. Entonces caminó hasta que sus zapatos
fallaron, hasta que sus pies sangraron. No sé si continuó caminando las cuatro
horas que separan a pie a la sierra de la ciudad, o si alguien antes la
encontró y la auxilió. Lo que sí conservo de este relato es que desde que
rescataron el cuerpo de Ernestito y lo sepultaron, el matrimonio entre Víctor y
Luzmira también murió.
***
Mujer sobresaliente
He conocido a algunos que trabajaron
con ella. Como Sergio Cortés, moreno, de ojos rasgados, pelo negro, rasgos
indígenas y con muchos años de vida.
—Su abuela era muy “chucha”,
perdóneme la palabra – me dijo años después, mientras se reía hasta con los
ojos al recordarla.
Hablaba de ella con cariño, ya que él
venía sobreviviendo, después de haber sido dirigente sindical de una planta que
fue, en los tiempos del gobierno socialista de Allende, expropiada y entregada
a los trabajadores. Después del golpe militar de 1973 que acabó con los sueños
de la vía al socialismo a través del voto, trabajar en las minas era casi su única
opción. Allá donde no habría militares pidiendo identificarse. Y mi abuela fue
alguien dispuesta a darle trabajo. Él me pedía disculpas por decirlo así, la
describía buena para el garabato, poniendo límites, mandando como un hombre en
medio de tantos.
***
Recuerdos de una ciudad minera
Otro recuerdo que
tengo es en Calama, otra ciudad minera del norte de Chile. Me puse a conversar
con un minero viejo, muy viejo. Estábamos en la plaza y yo hacía mi práctica
como periodista. Cuando le dije mi nombre, mi apellido y que era de Copiapó
coincidimos en la ciudad de origen. Entonces trató de indagar en si teníamos
alguien en común -propio de los copiapinos antiguos, todos se conocían- y
llegamos a mi abuela.
Había trabajado con ella y la definió como “tremenda”. La recordaba con cariño por haberle mantenido el trabajo, a pesar de algunas farras que lo hacían faltar. Dice que ella lo fue a buscar al lugar donde vivía, lo retó, lo aconsejó y a fin de cuentas, lo hizo volver al camino del trabajo. La suegra de una de mis primas, que la conoció bastante, recuerda que tenía un sólo vicio: jugar a las cartas. No fumaba, no bebía alcohol, ni iba de fiestas. Pero sí se reunía con otros a apostar. Me decía que perdió dinero en el juego.
Son muchas las oportunidades en que me he encontrado con gente mayor y terminan asociando y recordando a mi abuela. Una agrupación de pirquineras actuales dicen que se inspiraron en ella para comenzar. Así se les llama a quienes hoy todavía cultivan este tipo de minería artesanal, escasa en lugares donde predomina la gran minería con sus tecnológicas formas de extraer y llevar el mineral y la riqueza fuera del país.
Mi abuela y mi padre siempre
discutían sobre política. Estaban de acuerdo en estar en contra de los
militares, Pinochet y su gobierno. Mi abuela era Allendista, el presidente
socialista derrocado por el golpe de Estado. Mi padre no.
Infancia y política
Pasamos con mi amiga por el frente de
la plaza, íbamos a nuestras casas ya que habían suspendido las clases. Vimos un
montón de gente al frente, muchos gritos, no entendíamos mucho. De pronto se
llenó de humo, eran lacrimógenas y disparos y salió mi padre desde ese tumulto
a buscarnos. Al fondo divisé la figura de mi abuela. Él nos llevó a casa
rápidamente. Fue la única vez en mi infancia, con nueve años, que me asomé a la
vida política de ambos. Durante el camino solo recuerdo silencio.
***
Allende y mi abuela minera
Tenía cerca de 18 años, mi abuela ya
había muerto hace tiempo, cuando una vieja socialista, después de un acto
político contra la dictadura, ofreció ir a dejarme a casa, por razones de
seguridad. Subimos a su camioneta. Cuando le dije el lugar, curiosamente, sabía
llegar. Cuando paramos frente a la puerta, ella no podía creerlo.
Era la casa de Luzmira Ponce. Así me
enteré de otra faceta hasta entonces desconocida para mí de mi abuela. Fue
socialista hasta el fin de sus días. Allendista, de esas que él visitaba en
cada campaña cuando venía a Copiapó. De hecho la única foto que tengo en papel
de ella, es en septiembre de 1970 celebrando la victoria de Allende en el
comando.
Kethy, la vieja socialista, me contó
que estuvieron juntas en la resistencia, que al dividirse el PS mi abuela se
quedó con la fracción de Almeyda, la más radical, la que validaba el uso de las
armas, y que cuando comenzaron las protestas, ella ponía su camión a
disposición y bajaba a sus trabajadores y a otros tantos mineros para protestar
contra los militares. Y siempre estaba allí, en las protestas, organizando,
resistiendo.
Independencia y felicidad
Mi tía Fresia me cantó la marsellesa socialista recordando a su madre, mi abuela. Me sorprendió, porque ella nunca se interesó en la política. Me contó que su madre cuando era niña la llevaba a las reuniones, a los actos, a las actividades, ya que no tenía con quien dejarla. Fue la misma tarde en que aproveché de preguntarle si Luzmira Ponce había sido feliz, y ella me respondió que sí, después que se separó de mi abuelo, cuando trabajó minas y se hizo independiente.
Luego conoció un minero del que se
enamoró, vivieron juntos hasta que él murió a los pocos años. No se casaron y
fueron felices. Mi tía recordaba que fueron socios explotando minas, que se le
veía muy contenta con él. Que después de aquella muerte nunca volvió a verla
tan feliz.
«Abuela querida»
Creo que mi abuela era una mujer salvaje. Ese fue, para mí, su mayor atractivo. Dicen que uno de sus hijos lo tuvo sola, sentada, ella misma lo recibió y cortó el cordón umbilical. Lo limpió y lo acurrucó. Y a las pocas horas estaba de nuevo cocinando. Me gusta ese espíritu indomable que a pesar de los tiempos machistas la llevó a hacer su propio camino. Algo muy distinto a lo que se esperaba de una mujer.
Nunca se dejó encerrar en las convenciones sociales, las desafió con su trabajo, con su separación, con trabajar en una mina y se ganó un lugar en la sociedad de su tiempo. Todo eso la hacía estar del otro lado, esa es la sensación que sentí al cruzar la línea y llegar a su casa y ver una forma de vida invisible para la sociedad copiapina que quería y aún hoy quiere ser moderna. He tenido que descubrirla para rescatar esa herencia, mirar con orgullo el pasado minero artesanal y preguntarme qué hay de ella en mí.
NOTA: quise poner esta crónica aquí, en mi blog, para que puedan leerla fácilmente quienes lo deseen, especialmente en el Día de la Mujer, como un homenaje a ella y a todas las mujeres que nos han abiertos los caminos, como lo hizo Luzmira en el mundo de la minería y del trabajo y de las convenciones sociales, también.
Me parece muy valiosa esta recopilación de antecedentes de nuestra historia, las mujeres hemos sido las sujetas anónimas, sin embargo hemos abierto caminos impensados. Gracias por traer a Luzmira al presente.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, la verdad es que a mí me ha parecido admirable el conocer su historia como desafío a los tiempos en los que vivía, lo que me llevó a escribir su historia.
ResponderEliminarHERMOSO relato de una gran MUJER trabajadora por Esencia,mi padre Egidio Mercado le manejó su camión y tuve el honor de escuchar relatos de ella de parte de mi.padre QEPD y también la Sra Luzmira ��������������
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