Pareciera que es
1989. Entonces debo tener como diecisiete años. Veo mucha gente, jóvenes, es
calle Atacama entre Maipú y Yerbas Buenas y la mayoría de quienes tienen esta
edad se dan vuelta en círculos por esta vereda, haciéndole honores a la Papa di
Prato, a la discoteque Cross, ambos locales que muy pocos definitivamente pisarán
como rumbo final para su noche de sábado. Vestimos blue jeans, chaquetas de
mezclillas, de cuero o cuerina, otros solo delgados chalecos para combatir el
frío de la noche del desierto, varios de ellos tejidos en casa, con lanas de un
solo color y sin grandes aspiraciones. Todos andamos en grupos. Nos paseamos de
un lugar a otro, nos miramos de reojo si no nos conocemos o apenas nos ubicamos,
nos saludamos de lejos, de cerca, de beso en la mejilla, de señal distante. Los
que tienen mayores recursos se ubican más cerca de la Papa, los vemos entrar y
salir del local hasta que después de las doce subirán a los jeep y autos disponibles
y emprenderán una caravana fuera de la ciudad, a los callejones al otro lado
del río, en ese peladero llamado el Palomar, a las dunas donde termina Copiapó
por la salida norte, o a Viñita azul. Allá habrá fogatas, vino, cervezas,
música a todo chancho, cigarros. Muchos cigarros.
Yo no iré a
ninguno de esos lugares. Saludaré a mi prima y a sus amigas y a toda esa tropa proveniente
de escuelas católicas más bien de lejos. He cambiado de grupo, consecuencia de
mis nuevos amigos de militancias políticas, ellos se ríen más fuerte, algunos
van en mi liceo, otros en el ETP, todos participan de la Federación de
Estudiantes Secundarios, de las marchas, de los actos políticos. Opinan del
mundo, de la revolución cubana, del plebiscito, de Pinochet y saben de muertos
y desaparecidos. Llega también para nosotros la hora de tomar un destino y el
rumbo es una botillería. Juntamos monedas y compramos unas cuantas cervezas y
las emprendemos hacia el río.
Cruzamos la
carretera. No pensamos en que alguien pueda asaltarnos, eso aún no ha ocurrido
en Copiapó, es como un mito lejano que escuchamos ocurre en Estados Unidos, en
los comics de Batman, en las películas, hasta en Santiago y en las noticias.
Nuestro temor es algún vagabundo violento, pero por sobre todo la policía. Si
nos llegan a pillar tendremos que correr, los que no alcancen serán brutalmente
golpeados, quedarán con moretones, tal vez no se molesten en llevarlos a una
comisaría y los tiren en alguna calle oscura, lejos. Pero eso nunca nos ha
pasado. Esa posibilidad es solo un pensamiento, una mirada compartida antes de
cruzar, un apretón en el estómago y a olvidarlo con un par de risas, porque no
se debe vivir con miedo, hay que espantar esas posibilidades más que
estadísticamente ciertas, porque a alguien le tocará irse de palos esta noche.
Nosotros solo pensamos que somos afortunados, que tendremos buenas piernas o
suerte. Y que llegaremos a la hora
comprometida a casa.
El río está
lleno de totoras, las que movemos con precaución, hasta adentrarnos un poco y
escondernos entre ellas. Aplastamos algunas para que haya más espacio y nos
sentamos sobre el montículo que ha quedado. Otros con menos suerte se sacan la chaqueta,
la ponen sobre el suelo y se sientan sobre ella. La luna es generosa, las llaves sirven para
abrir las botellas, los rostros de todos se distinguen claramente y comenzamos
con la mejor de las historias para esa noche, mientras el par de cervezas se mueven
entre los presentes. Alguien prende un cigarro. Otro, saca uno de marihuana. Se
siente la corriente del río, suave, cuando alguien respira y luego tose. No sé
de qué hablamos, pero reímos mucho. Alguien saca un carrete con hilo y dice que
el carrete debe continuar. No paramos de reír.
Miro el perfil
de mi amiga, más allá, un rostro de un chico lindo al que mejor miro poco.
Tenemos el destello de la luz de la luna en nuestros rostros y es más que
suficiente para esa noche. Nos quedan las ganas de cantar, alguien debe estar
en alguna casa con una guitarra, pero no nos hemos enterado de ningún lugar a
donde ir. No hay celulares, los teléfonos no están en nuestras poblaciones y son
muy pocos los hogares abiertos a los que se puede ir de vez en cuando, no
tenemos dinero para entrar a locales y ninguna fiesta anunciada, así que la
forma de encontrar algo que hacer es esta: recorrer calle Atacama, encontrarse
con gente y si sale algo ir, si no, siempre está el río. Y las calles que se
recorren de noche, con el carné en el bolsillo por si nos detiene algún
carabinero, nunca se sabe, si de vez en cuando les gusta entrar a fiestas,
carretes o peñas y llevarse a todo el mundo sin ninguna explicación al
calabozo, de donde solo sales rescatado por algún adulto responsable.
Las cervezas se
acaban y buscamos más monedas. Una comisión de tres irá a la botillería por una
más. Los esperamos sentados entre las totoras, la humedad empieza a colarse
entre los pantalones, abrimos más las totoras a riesgo de enterrarnos en el
barro, para que los chicos comiencen a tirar piedras tratando de hacerlas
rebotar en el agua del río que apenas se siente correr. Alguien dice que donde
hay una corriente, pero el intento es entretenido. A mi me gusta la luz de la
luna reflejada sobre las aguas. Me quedo callada, sólo observando. A lo lejos
vemos un destello de luz, seguramente hay unos cuantos grupos un poco más allá.
Vuelven los amigos encargados de la compra y cuentan que estamos invitados a la
casa de la chica Pola, que está en Copiapó.
Nos llevamos la
cerveza para allá y partimos. También una advertencia: la camioneta blanca anda
rondando. Es de unos CNI, acompañados de un Patria y Libertad. No lleva patente. Son tipos brígidos de los
que debemos cuidarnos. Eso lo sabemos perfectamente. A mí ya me han amenazado
en pleno centro, una mañana de sábado delante de mucha gente, con algo así como
que mi cara era demasiado linda, que no le fuera a pasar algo. A varios de
nosotros esa camioneta los ha acompañado desde la salida de liceos, haciendo
que la vuelta a casa resulte casi interminable. Y lo último es que le ha dado
por seguirnos en las salidas de los sábados. La noche será difícil entonces,
pero estamos advertidos y esa ya es algo. Todos debemos andar juntos.
Si pudiera
hablarle a esa chica, a su amiga o alguno del grupo le diría que mejor se vayan
a sus casas, que es peligroso, pero todos ellos ya lo saben, no les importa
demasiado porque no están dispuestos a dejar de vivir y encerrarse en sus casas
sólo porque es más seguro. Contarles a sus padres está fuera de toda
posibilidad, significaría no más salidas, no más amigos y quizás qué menos, en
nombre de la protección. Así que a ellos sólo les queda mirar la luna,
abrigarse las manos con un poco de aliento y partir rumbo a la casa de la chica
Pola, donde habrá más de una guitarra, seguramente una garrafa y canciones
hasta el amanecer.
Caminamos con
paso rápido, hasta llegar cerca de la Alameda, no nos encontramos con la
camioneta. La puerta se abre y adentro saludamos con abrazos, besos, señas, hay
un círculo amplio, todos sentados en el suelo. Nos acomodamos por ahí.
Conversación inevitable es la camioneta, nadie se la encontró en el camino, lo
que nos da tranquilidad, pero cada cierto rato un par de nosotros se asoma por
la ventana para ver si alguien nos ronda. El vino navegado está bueno, las canciones son
en su mayoría de izquierda y no nos medimos para sacar la voz a pesar de la
hora.
En mi casa, no
me dejan llegar tan tarde, así que volveré mucho antes que el resto, acompañada
por cierto de un grupo de amigos que me dejará en la puerta y les daré las
gracias. Mientras ocurre el milagro de volver ilesa a casa un sábado en la
noche, me concentro, casi como un ruego en que el maldito vehículo no encuentre
a mis amigos esa noche, que todo estará bien.
A tantos años de
distancia, pienso en aquellas que no la contaron, en aquella amiga que fue
violada por los cenachos de la camioneta y que nunca me lo dijo, pero que su
pololo una noche me lo confesó entre lágrimas. Ahora que puedo verlo con
lejanía, me doy cuenta de la indefensión de esos jóvenes sin tener dónde
denunciar, su intrepidez para adaptarse y elegir, así, esa vida, como venía, recorriendo
las calles y el río de noche. No sé si decidimos ser valientes, demasiado
tontos para entender a cabalidad todo el peligro en que estábamos rodeados o
sólo era nuestra forma de ser libres y crecer en un mundo nada fácil.