Salí del salón auditorio del Liceo de Música, que tiene una
entrada independiente a la del mismo establecimiento y escuché a dos pequeñas
como de primero básico que se invitaban a jugar, en las afueras de la puerta de
entrada, donde está ubicado un baño. Miramos el pasillo y la reja de ingreso
estaba abierta y una de ellas le dijo a la otra que hasta ahí no más, porque
como estaba abierto, se las podían
robar. Estuve de acuerdo con ellas y me dediqué a mirarlas un rato, inevitablemente
vigilante. Y es que esa frase prendió una alarma dentro de mí: cada día hay
menos seguridad y a más corta edad. En tiempos de mi infancia, ninguna niña habría
imaginado algo así.
No quiero latear con nostalgias del tipo todo era mejor
antes, pero sí constatar que los niños y niñas podíamos irnos solos con toda
tranquilidad a la escuela y ni a padres, profesores ó vecinas se les habría
ocurrido que podrían robar a alguno. Desde hace rato que aumentando las
distancias, los tacos y los horarios disponibles de madres y padres, los
furgones han sido solución fácil hasta casi terminar la educación obligatoria.
Pero lo de ahora es distinto.
Creo que tiene que ver con la desaparición de Catalina Álvarez,
una joven estudiante de un liceo que una
noche del sábado fue a una fiesta, habló con su madre antes de tomar un taxi colectivo
avisando que iba rumbo a la casa y luego de demorarse más de lo habitual para
el tramo le contestó a su mamá llorando y diciendo que estaba amarrada. Desde
entonces hay una búsqueda en la ciudad, los padres no han parado de pedir
ayuda, la PDI está al parecer en lo suyo mientras las organizaciones feministas
se encargaron de recordarle a la fiscalía con carteles que hay dos jóvenes más
desaparecidas en el último año en la ciudad. Y lo último que se supo de una de
ellas es que iba a tomar un colectivo.
Vivo cerca de Paipote y en el barrio antes las niñas salían
jugar al parque del sector muchas veces durante el día, en las tardes,
los fines de semana, en grupos o solas. Una niña de 10 ó 12 años era fácil que
cruzara de un sector a otro del barrio para ir a casa de alguna de sus amigas.
A las más “libres” les daban permiso para ir en colectivo al supermercado de
las inmediaciones, a la escuela o incluso al centro. Todo eso se acabó. Niños y
niñas actualmente salen acompañados de adultos, madres, padres, custodiados
desde que abren la puerta aunque sólo deban cruzar la calle. El regreso es
igual. Es un cambio abrupto en el barrio y se siente.
Eso me recuerda que hace un tiempo atrás estaba de visita en nuestra casa una tía de mi marido, ella venía en ese tiempo desde Brasil y se asombró
cuando en la mañana vinieron a buscar a mi hija y yo me despedí con un beso en
la puerta dentro de la casa, ella salió corriendo al furgón y se fue feliz con
su mochila a la espalda. Me comentó que eso era impensado en Sao Paulo, donde dejar
a un niño que tome un furgón escolar solo un tramo tan pequeño puede significar
un secuestro. Pensé que esa era realidad invivible y me pareció extremadamente
lejana a la mía. Ya no tanto.
Puede que las redes sociales ayuden a aumentar esa sensación
de temor, al seguir con espanto o empatía el dolor de esa madre que busca a su
hija, que da entrevistas y que la comunidad no permite que como otras veces nos
olvidemos de la tragedia. La inseguridad también de sentir que un colectivo,
que es el medio de transporte usado frecuentemente en la ciudad por los ciudadanos de a pie, ya no es territorio seguro.