El 10 de agosto un montón de
hacendados de Brasil, respaldados por el discurso de su presidente, un ser que ha dicho que el Amazonas es de Brasil y no
de la humanidad y que necesitan tierras para cultivar, declararon el día del
fuego. El lugar es el suroeste de Pará y
desde allí comenzaron a incendiar hectáreas logrando 124 focos que no han
parado de consumir el principal pulmón verde de la Tierra, el mismo que produce
el 20 por ciento del oxígeno del planeta y que capta o más bien captaba gran
parte de los gases de efecto invernadero.
Esta decisión hace dudar de la
inteligencia de los seres humanos/as, que no logramos como especie ponernos de
acuerdo en medidas básicas de preservación de nuestra especie. Este aterrador
acto de quema del Amazonas es un ejemplo de ello. Bolsonaro enarbola la bandera
del nacionalismo, del derecho de los brasileños de decidir qué hacer con sus
tierras para defender la deforestación de esta jungla, mientras el resto del
mundo sufriremos las consecuencias del fuego, los gases, poniendo en peligro al
mundo.
Cuesta entender que los
minerales, hidrocarburos, tierra para la agricultura y cualquiera de las
materias primas para explotar sean más apreciadas que la conservación del
planeta, que no se entienda la importancia de la selva, de los árboles, en esta
ideología capitalista que ha demostrado no tener la razón, pero a nadie le
importa. Porque la idea que la ciencia iba a encontrar la solución a la crisis
y al cambio climático no se ha producido y más bien los investigadores aportan
cada día más datos preocupantes sobre el deterioro y el peligro para la tierra,
mientras que los pueblos eligen a líderes que niegan el cambio climático, se
empeñan en producir más a cualquier
costo, todos preocupados por la economía, consumir y ese optimismo en torno al
mercado, esa absurda certeza que habrá
siempre más.
Es cierto que las informaciones
sobre el cambio climático en las personas de a pie produce ansiedad o dolor, a
veces sin muchas ganas de hacer algo o más bien resignándose a algo así como
que el mundo se va a acabar. Pero no es el apocalipsis porque la Tierra podrá
sobrevivir sin esta especie, somos los y las humanas las que estamos en
peligro.
Inevitable preguntarse qué hacer,
si se ve tan lejana la Amazonas.
Algunas personas comparten en
redes sociales. Creo que ya es algo. En lo personal siempre me he ubicado en un
moderado optimismo en la humanidad, en que mejoraremos y sabremos resolver
nuestros conflictos, en que hoy estamos mejor aunque a ratos me cuesta
conservar el punto de vista. Sobre todo en días como hoy con un gran incendio
que la Nasa vigila desde el espacio.
El desafío, para los expertos, es
emitir menos carbono a la atmósfera. Eso tiene un efecto directo sobre el
calentamiento global. Para eso hay que consumir menos energía, cambiar en todo
lo posible a energías renovables o limpias, tener políticas ambientales
robustas, a la altura de lo que estamos viviendo como planeta y cuidar nuestros
árboles. Una de las dificultades es que gran parte de la población y de los
gobernantes no quiere hacerse cargo de este gran problema, porque las
soluciones van en directa confrontación con la base de las economías
capitalistas, son impopulares y la gran mayoría prefiere seguir como si nada
pasara, porque es más fácil, o como si fuera imposible un cambio profundo. Me
recuerda a Game of Thrones, cuando todos peleaban sus batallas por el trono,
sin darse cuenta que el invierno ya venía.
Mientras veo imágenes de un
planeta en llamas, mientras el agua es escasa en mi región y en la cordillera
se derriten los glaciares inexpugnablemente y avanzamos hacia las desaladoras
como solución, pienso en los árboles, en los de mi ante jardín, en los de más
allá, esos que mis vecinos no riegan deseando que se sequen luego para evitar barrer
las hojas y me sigo preguntando qué más
hacer. Por mientras escribo.