Es 18 de septiembre. En realidad 19, para ser más exacta. Es
que estos días celebramos las fiestas patrias y uno generaliza con lo del 18. Estar
“endiciochado”, se dice, por ejemplo, de quien se ha dedicado a asados,
empanadas o bebidas alcohólicas abundantes en este período en que casi nadie
trabaja en Chile porque estas fechas se transforman en unas pequeñas
vacaciones, propiciado por las escuelas y universidades y variados tipos de empresas
que cierran sus habituales cortinas hasta por una semana entera los más
patriotas.
Pero este año es distinto porque estamos en pandemia.
En los tiempos de normalidad, caminar en estas fechas por
las calles de mi ciudad era escuchar cumbias, alguna que otra cueca, reguetón, trap, oler el
humo proveniente de las parrillas con sus respectivas carnes asadas. No
exagero. Puede faltar la música, pero el humo acusaba casa tras casas que es
hora de fiesta, de reuniones de amigos, amigas, familiares en torno a la parrilla.
En las poblaciones y en los barrios de clase media es así, aunque ignoro cómo ocurre
en las clases acomodadas, parece que los de allá no viven en Copiapó. Esos hace
siglos que se marcharon.
La gente acudía a las ramadas, improvisados negocios que
armaban con palos, planchas de maderas o latas sobre el principal parque de
Copiapó, donde vendían cazuelas de ave, costillar asado, fierritos y carne a las
brasas, además de algún puesto Colla donde el cabrito hecho a la usanza de la
cordillera y el cordero siempre destacaba. Desde allí esparcieron como un virus sus
churrascas -especie de pan plano hecho a la parrilla con fuego suave- que se
volvieron infaltables en todo paseo público, fuente de sustento de mujeres que las
venden en algún parque, plaza o recodo del camino.
Ahora el parque está cerrado y en remodelación.
Recuerdo el año pasado. Fuimos en familia a encontrarnos con
otros familiares. Caminamos entre la gente, en medio de un poco de polvo que no
alcanzó a molestarme. Tomamos un terremoto, en vaso bien grande, de medio litro
y con vino dulce de la viña Fajardo, ese es mi favorito, con granadina y unas cuatro
bolitas de helado de piña. De la misma viña ubicada unos callejones de distancia
de nuestra casa, que nos abastece cada 18. Para mi hija, ofrecían reemplazando
el vino con bebida gaseosa. La variedad
de este tipo de tragos es amplia, agregándole otros licores de mayor graduación,
que le han dado fama de “pillador”, claro y eso que los chilenos estamos
acostumbrados a los movimientos sísmicos. Un terremoto no nos hace perder el
sentido.
Ese 18 el espectáculo comenzó temprano. Pude ver a los Walitrokes,
conjunto local, sonaba bien esa combinación de rock con percusiones, brass y bases
andinas. Más tarde, después de unas churrascas, conversa, saludos con tanta
gente que te ibas encontrando, abrazos incluidos, nos situamos en un lugar lo más
cerca posible del escenario, pero no había mucho espacio. Parecía que toda la
ciudad estaba allí. Tanto que cerraron las puertas. Entonces aparecieron Los
Jaivas, ese increíble grupo que lleva más de cuarenta años mezclando la
guitarra eléctrica con los ritmos nortinos, cantando alturas de Machu Pichu, el
poema de Pablo Neruda, como un himno, como ese Todos juntos que en ese minuto
tomaba más sentido, mientras un ahora más amigo, de pronto mi vecino en el
menos de metro cuadrado que compartíamos me ofrecía de lo que tenía, un vaso
con terremoto, cerveza o piscola, ya no recuerdo. Yo me dejaba llevar por la
música, por la batería de Juanita Parra, por la nostalgia ante la ausencia del
Gato Alquinta en las notas más altas, un tanto apretada en esa marea amistosa cantando
“amor se nos va la vida” como si de verdad se me fuera la vida en cantar con
ellos.

Como casi siempre, terminé muy cerca del escenario. Recuerdo
que me sentí privilegiada de estar allí en ese momento, contenta, en el final
de esa fiesta colectiva llamada dieciocho. Hoy lo recuerdo desde mi casa, en
familia, sin todos esos amigos, amigas, conocidos, rostros queridos circulando.
Me pregunto si volveré a tener momentos como ése. Con tanta compañía. De formar parte
de una masa.
No puedo quejarme, ha habido asados en casa, terremotos,
hasta un encuentro vía zoom con los amigos del taller literario y video
llamadas con familiares y amigos más cercanos. He disfrutado del relajo y de una
natural alegría, a pesar de que brindamos por quien ya no está con nosotros. Sobrevivimos
en medio de este escenario en que la incertidumbre se ha vuelto más presente
cuando es mejor no pensar, no proyectar, concentrarte en cada día y respirar
porque estamos vivos, con trabajo, alimentos, bastante sanos. Aunque no sepamos
como será el próximo dieciocho. Sólo espero que haya alegría y suficientes terremotos.
Gracias a las bellas fotos de ese recital de Javier Altamirano.